Si hay algo que nos envenena el espíritu, al punto de enfermarnos y hasta causarnos la muerte física, es la falta de perdón. Cuando el resentimiento se enraíza en el corazón fecunda un tallo amargo capaz de infectar todo nuestro ser.
El negarnos a perdonar las ofensas o daños sufridos afecta nuestra personalidad así como la forma de relacionarnos con los demás. Algunos nos volvemos desconfiados, amargados, inseguros; andamos a la defensiva, como esperando posibles ataques de las personas que nos rodean.
Para evitar que la semilla de la amargura halle las condiciones perfectas para germinar, crecer y extender sus raíces, necesitamos asumir el perdón como un hábito de vida. Pues, todos, sin excepción, seremos ofendidos, heridos o traicionados. La mayoría de las veces recibiremos maltratos de los seres más cercanos, esos a quienes amamos profunda y sinceramente.
La Biblia enseña: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo” (Ef 4:26). Dios nos exhorta a no pecar, a desprendernos de la ofensa, el coraje y el dolor antes de que acabe el día. Y aunque es normal enfadarnos cuando recibimos agravios, necesitamos controlar la ira para evitar responder o actuar con estallidos de violencia. Recordemos que “la respuesta amable calma el enojo, pero la agresiva echa leña al fuego” (Pr 15 NVI).
Perdonar no significa negar u olvidar lo que nos han hecho, es eximir la deuda, indultar o lo que es igual, soltar, pasar la página por el bien propio. En algunos casos, la falta de perdón es la causa de migrañas, gastritis, úlceras, arritmias cardiacas, cáncer e incluso la muerte. Las cárceles están llenas de hombres y mujeres privados de su libertad, víctimas de sus descontrolados deseos de venganza, a los consultorios psiquiátricos acude gente envenenada por ese asesino silencioso llamado falta de perdón, el mismo que ha empujado a numerosas personas al suicidio.
Incluso, hay creyentes que han recibido el bautismo del Espíritu Santo y se resisten a perdonar, eso hace que se mantengan por años en un estado de amargura, depresión y enfermedad.
Con relación a este tema, Pedro, el apóstol, se acercó a su Maestro y le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mt 18:21-22).
La oración es el mejor modo de perdonar de corazón para sanar las heridas. Cuando confesamos ante Dios nuestra falta de perdón y nos arrepentimos con sinceridad, liberamos nuestra alma del dolor, el odio y la amargura. Decide perdonar, pues hemos sido llamados por el Señor a ser libres del pecado y de cualquier cosa que nos dañe (Gl 5:13).
La vida es muy corta para perderla en rencores, si te opones a perdonar, estarás cediendo los tesoros más preciados de todo ser humano: paz y libertad.