Por Pablo de Llano
Estanislao Pérez abraza a su hijo Keidin, y su rostro es un llanto arrugado. El martes, el niño fue enviado desde Nueva York a Ciudad de Guatemala para reunirse al fin con su padre.
El Gobierno de Estados Unidos los separó en la frontera algún día de mayo o de junio, cuando Donald Trump decidió que nada mejor para disuadir a la inmigración ilegal que mostrarle al mundo (y sobre todo a esa parte del mundo tan herida como ignorada llamada Centroamérica) que su país haría sufrir a las familias que intentasen entrar sin permiso.
“Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres. A vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad…”, se puede leer en la base de la Estatua de la Libertad.
“Pero no me deis a Estanislao Pérez ni a su hijo Keidin”, diría Trump ajustando el lema al espíritu de su política de Tolerancia Cero, el nombre que lleva su doctrina antiinmigración y que provocó la separación de más de 2.500 familias hasta que el presidente cedió al temporal de críticas y mandó parar —y a lo que un juez añadió la orden de reunificarlas a todas—.
En julio el Gobierno comenzó la tarea de juntar a los padres e hijos separados, la mayor parte centroamericanos. Los adultos, por lo general, fueron a parar a centros de detención de inmigrantes en la frontera con México, pero a los niños los desperdigaron por refugios para menores o con familias de acogida por todo el territorio, a miles de kilómetros de sus padres y durante semanas sin posibilidad siquiera de hablar por teléfono con ellos. Las separaciones se habían hecho sin atar cabos para un futuro reagrupamiento y el masivo proceso de reunión se ha venido desarrollando de manera lenta y a trompicones.
El 1 de agosto, 1.979 menores ya estaban de vuelta con sus padres pero 572 seguían solos, bajo custodia de Estados Unidos, y en más de 400 casos los adultos habían sido deportados sin sus hijos.
Ese fue el caso de Estanislao Pérez, que acaba de recibir a Keidin, proveniente de la ciudad de la Estatua de la Libertad. ElPais.com