Hace dos mil años Jesús entró a Jerusalén cabalgando un burrito. Las multitudes tendieron mantos y ramas de palmeras para darle la bienvenida. «Los que caminaban al frente de él y los que lo seguían, gritaban: — ¡Viva el Salvador, el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! — ¡Viva Dios que está en los cielos!» (Mt 21:9).
¿Por qué la gente salió al encuentro de aquel humilde profeta que iba montado en un asno? ¿Qué tenía de especial ese galileo?
Las multitudes le seguían y le alababan porque podía hacer milagros. Jesús sanaba a los enfermos, les devolvía la vista a los ciegos, expulsaba a los demonios. Un día, en frente de un gentío, resucitó a un hombre que llevaba cuatro días muerto. Ese fue un milagro tan extraordinario, que se convirtió en el tema de conversación del pueblo.
Hoy, al igual que ayer, muchas personas siguen a Jesucristo anhelando sus milagros y no su Espíritu. ¡Cristo puede sanarme! ¡Jesús puede ayudarme! ¡Él puede prosperarme! Sus motivos son temporales e inmediatos, no espirituales y eternos.
Mientras Jesús bajaba el monte de los Olivos la gente se aglomeró a su alrededor, pensaban que Él era el Mesías que iba a liberarlos de la opresión romana. Querían nombrarlo rey. Suponían que si Cristo podía hacer portentosos milagros también podía ser el caudillo que los guiara en la lucha en contra de Roma para devolverles su nacionalidad perdida.
Ninguno comprendió el plan de redención. Vieron a Cristo como su libertador temporal, no como su Salvador espiritual. Fueron tan ciegos que no reconocieron al Hijo de Dios. La profecía se cumplió aquel día: «Regocíjate sobremanera, hija de Sion. Da voces de júbilo, hija de Jerusalén. He aquí, tu rey viene a ti, justo y dotado de salvación, humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de asna» (Zac 9:9).
Después que los judíos se dieron cuenta de que Jesús no tenía la intención de liderar una rebelión en contra de sus enemigos, le odiaron con la misma pasión con la que lo veneraron; las voces jubilosas que clamaban: “¡Viva el Salvador!”, se transformaron posteriormente en antorchas encendidas que gritaban: “¡Crucifícale, crucifícale!”.
Jesucristo es el Mesías de Israel, el Hijo de Dios, el Rey de los cielos y la Tierra. Su reino no es de este mundo. No vive en catedrales terrenales. Su corona tiene espinas. Sus manos cicatrices. Él vive y reina eternamente en el corazón de los que le aman y le obedecen. Vengan todos, clamen alegremente, canten con júbilo, ¡alaben al Rey!
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Lic. Liliana Daymar González
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