Después de haber padecido cáncer de mama, grado tres, con metástasis, puedo afirmar que Dios tiene buenas razones para permitir el sufrimiento en nuestras vidas. Dios es soberano. No hay una sola célula rebelde en nuestro cuerpo que Dios no tenga bajo su control. Por lo tanto, El cáncer que padecí fue la voluntad de Dios para mi vida. ¡Y fue bueno!
Tal vez un incrédulo no comprenda lo que digo, pero a medida que los creyentes conocemos a Dios y profundizamos en el conocimiento de Su Palabra y de Su Hijo Jesucristo, cambiamos nuestra manera de pensar y llegamos a recibir el sufrimiento como un regalo, como una manifestación de la gracia de Dios.
El apóstol Pablo dice en su carta a los filipenses, capítulo 1 verso 29: “Porque a ustedes se les ha concedido por amor de Cristo, no solo creer en Él, sino también sufrir por Él”.
Esto quiere decir que Dios, en Su gracia soberana, no solo nos ha concedido la fe para creer en Cristo, sino para sufrir por Cristo. Tal vez te preguntes: ¿Para qué Dios nos ha dado el don de sufrir? Ciertamente, no podemos saber ni comprender todas las razones que Dios tiene para permitirnos padecer. En última instancia, “¿quién ha conocido la mente del señor?, ¿o quién llegó a ser su consejero” (Rom. 11:34). Sin embargo, Dios nos ha revelado algunos de Sus buenos propósitos en la Escritura.
Mira lo que dice el Apóstol Pablo en 2 Corintios, capítulo 1 verso 3: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios”.
Dios dispone nuestro sufrimiento para que experimentemos Su consuelo. De ese modo, aprenderemos a consolar a otros que también sufren. Su propósito es despertar en nosotros un amor sincero hacia Cristo y el prójimo, que son los dos mayores mandamientos (Mr. 12:28-34). Recordemos que Jesús les dijo a sus discípulos la noche antes de morir: “Un mandamiento nuevo les doy: “que se amen los unos a los otros”; que como Yo los he amado, así también se amen los unos a los otros” (Juan 13:34).
Nuestros sufrimientos nos hacen más sensibles al dolor ajeno, porque hemos experimentado en carne propia la pena y la debilidad. Nuestras pruebas nos mueven ayudar a otros a llevar su carga, a llorar con ellos, a orar por ellos, y a amarlos y animarlos por medio del evangelio. De esa manera, les dispensamos la misma consolación que nosotras hemos recibido de Dios.
El apóstol Pablo, quien soportó gran sufrimiento a la largo de su vida por dar testimonio de Cristo, recibió en todas sus tribulaciones la consolación del Espíritu Santo. Por eso aseguró en 2 de Corintios, capítulo 1 verso 5 que cuanto más sufrimos con los ojos puesto en Cristo, más nos colma Dios de Su consuelo por medio de Cristo.
Recibimos consolación en la hora de la enfermedad, la pérdida y el sufrimiento para que aprendamos a compartir con aquellos que sufren el consuelo que Dios nos da a través de Su Hijo amado Jesucristo.
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