“El puertorriqueño tiene que armonizar su vida íntima para poderle hacer frente al mundo. Mientras no sepa lo que es, carece de punto de apoyo para ver bien lo que le rodea, tanto lo propio como lo ajeno”
Nilita Vientós Gastón
Muchos años atrás conocí a un humilde y amable obrero puertorriqueño. Este compatriota versado en la política nacional hacía referencia a datos históricos con una facilidad extraordinaria. Esta impresionante figura de mis años juveniles se comunicaba en forma sencilla y con mucha seriedad. No era necio ni pedante, tampoco era dado a la charlatanería ni al comentario burdo.
Siempre me lo encontraba en la plazuela de mi pueblo cuando ya cansado, regresaba de sus labores diarias y yo deambulaba en los sueños de mi adolescencia. Pero el Negro Víctor (nunca supe su verdadero nombre) le gustaba compartir sus experiencias a través de variadas anécdotas, salpicadas por posiciones donde prevalecía la justicia, denotando un alto grado de conciencia y verticalidad. El Negro era una de las personas favoritas de mi pueblo, un símbolo particular y refrescante.
Uno de esos años de atardeceres tropicales cuando ya la brisa se esconde temprano, detrás de las sombras de la noche y comenzaban a escucharse a lo lejos, los tambores de guerra de una nueva temporada política, se sentía el paso lento y firme del Negro Víctor que se detenía ante nosotros como era su costumbre. En aquel momento, luego de cambiar los saludos de rigor y con una curiosidad, quizás inoportuna, le pregunté a Víctor cual creía él que era el mejor partido político para las próximas elecciones. Como si hubiese estado prevenido para la atrevida pregunta el buen hombre nos dio una valiosa cátedra de la historia de los partidos políticos y de sus líderes y no fue nada bondadoso para con ninguno de ellos. Interesante me estuvo, que no hiciera mención del partido que defendía la independencia en aquel momento y que iba a participar en las próximas elecciones coloniales. En rápido cálculo mental deduje que el Negro Víctor, al no incluir a los independentistas en los señalamientos de los partidos políticos colonialistas, era porque nuestro respetado e improvisado conferenciante por lo menos simpatizaba con la independencia de Puerto Rico. No tardé mucho en hacerle la segunda pregunta, imprudente quizás, pero para mí era vital, pues yo respetaba y confiaba en este sabio y digno ser humano, que siempre respondía con una lógica contundente y con una honestidad que aún en aquel entonces, brillaba más que todos los soles del mundo.
Me dirigí a él y le pregunté sin titubeos: ¿Por quién usted votaría? Sin titubeos él me respondió, “Mijo, los más honestos, los más decentes y los que realmente quieren a Puerto Rico son los independentistas. No les quepa duda alguna de esto. Los hombres que han luchado por la independencia de sus pueblos son los héroes de esas naciones. Los que han ofrendado sus vidas y se han sacrificado por su gente, son los que han defendido la soberanía de sus países. Han sido los perseguidos. Fíjate por ahí cuantos países son soberanos y cuantos son colonias. Por desgracia nosotros los boricuas todavía somos colonia. No debe ser tan malo ser una nación libre. La libertad, mis jóvenes amigos, es algo que uno tiene que apreciar. Mis abuelos eran esclavos y ellos me contaban de todas las barbaridades que se cometieron contra ellos. Yo no nací esclavo, pero todavía existen esclavos, la mayoría de los que nos rodean lo son. Han perdido la dignidad por unas cuantas pesetas, otros lo son porque se creen que siendo serviles viven mejor. Esos viven equivocao’s, viven en un infierno. Yo viví así por un tiempo, pero mientras crecía aprendí a quitarme el yugo que me llevaba a ser un derrotado. No soy rico, tengo que fajarme trabajando pa’ poder vestirme y llevarme un plato de comida a la boca. Pero tengo dignidad de sobra y soy libre. Nadie en este pueblo puede echarme en cara nada, porque yo estoy de iguales con todos. Yo no soy mejor que nadie, pero nadie es mejor que yo, aunque se tiren de blanquitos. Yo no pude terminar mi octavo grado, pero mientras la mayoría se las pasaban fiestando, yo leía y leía. Aquí en este pueblo nadie ha leído tanto como yo. Ni los llamados intelectuales. Yo dejo pasar las cosas, pero al viejo Víctor no se le escapa una. Yo guardo silencio, pero cuando me toca se las cantó a cualquiera. Por eso me respetan, eso es todo lo que yo exijo. La dignidad y mi libertad la llevo adentro, eso nadie me lo puede arrancar de mi espíritu. Yo no arrastro cadenas, se las dejo a los otros, a los que no se atreven ser libres como yo”.
La tarde se apagaba aceleradamente. Todos los presentes en aquella improvisada tertulia vimos como El Negro Víctor lentamente continuaba su caminar hacia su hogar.
Nadie vio la sonrisa dibujada en los labios de nuestro viejo y gran amigo. Él tampoco vio el rostro de los que quedamos mudos ante las palabras del maestro Víctor.
Pero él sabía los efectos de aquellas sencillas y liberadoras palabras.
Recuerdo como cada uno de nosotros que estuvieron presente esa tarde en la Plazuela de Santo Domingo, aunque tomamos diferentes rutas en la vida, hemos vivido los consejos del Negro Víctor, hombre libre, que aquella tarde nos legó la inmortalidad de sus palabras.
Don Víctor, aunque nunca supe su apellido, sé que para usted le bastaría saber que su posición en la historia de mi Patria está asegurada.