Primero, desembarcaron en mi isla llamada Borikén, en grandes y extrañas naves, anunciando que nos iban a dar un dios nuevo que nos traería bienandanzas. Pero los huracanes continuaron, siguió temblando la tierra y se multiplicaron las pestes. No dijimos nada pues hablaban otra lengua, vestían diferente y de sus largas manos vomitaban lenguas de fuego destruyendo a los que se les oponían.
Confiamos y creímos.
Luego trajeron a otros, de tez obscura, encadenados, que junto a nosotros compartíamos las más duras tareas y nos marcaban en la frente con signos extraños y decían que era para que no nos perdiéramos.
No dijimos nada confiando en sus extrañas palabras.
El tiempo pasó y nos multiplicamos por todo el archipiélago, hablábamos un nuevo idioma y bailábamos a nuestro propio ritmo. No dijimos nada porque éramos igualmente pobres y las tres tribus nos juntamos y todos éramos hermanos de la misma nación.
Cuando los caciques de la tribu invasora que vivían a grandes distancias no nos hacían caso, considerándonos tontos y mal educados, nos indignábamos, pero siempre guardábamos silencio.
Pero el tiempo paso y crecimos, ya no éramos tan tontos ni tan mal educados. Éramos una nación, como los Taínos de antaño y teníamos un nuevo nombre: éramos puertorriqueños.
Pero los abusos continuaban y fueron muchos los Borinqueños que viajaban a ese lejano lugar que lo llamaban España, para rogarles que nos trataran mejor. Los caciques españoles poco caso nos hacían y nos devolvían a nuestra isla con promesas y promesas que nunca cumplían.
Un día los puertorriqueños, cansados de esperar las promesas no cumplidas subimos a la montaña, donde se juntan el cielo y la tierra, en Lares, como la llamamos acá y celebramos algo que solo habíamos tenido antes de que llegaran los de la cruz y la espada: libertad. Pero nuestros guerreros puertorriqueños, fueron víctimas de la traición y de no estar bien armados. La noble gesta sin embargo no fue en vano, porque todavía celebramos la heroica fecha.
No dijimos nada porque fueron muchos a la cárcel y los caciques de afuera eran más y todavía sus largas manos vomitaban lenguas de fuego. Por mucho tiempo no nos permitieron ni siquiera hablar de ese día. Temíamos y callamos.
Permitimos que nos maltrataran y nos abusaran por mucho tiempo hasta que otro amargo día como premonición de lo que vendría, nuestra villa principal, San Juan, fue bombardeada una madrugada, cuando todos dormían, con bolas de fuego desde barcos extraños. Sin estar en guerra, sin previo aviso, muchos inocentes murieron. A los estadounidenses se les olvida la historia, excusas pidieron y nosotros, callados, repetimos memorias.
Los caciques españoles, dueños absolutos de lo que era nuestro, huyeron en desbandada, entregándonos, a los que prometían otras nuevas bienandanzas que les llamaban democracia, dólares y progreso. No dijimos nada pues hablaban otra lengua, vestían diferente y de sus largas manos vomitaban lenguas de fuego que destruían a los que se les oponían. Confiamos y creímos.
Los nuevos intrusos se acomodaron rápidamente. Nos quisieron imponer su idioma, se apropiaron de nuestras tierras, nos dictaron sus costumbres religiosas, nos impusieron sus vicios, sus mañas, quisieron destruir nuestra idiosincrasia, nuestra cultura. Nos impusieron sus guerras, sus invasiones, su gobierno y nos cambiaron el nombre. Nos arrebataron nuestra alegría.
No dijimos nada porque esperamos que todo fuera a cambiar. Pero nada cambio. Protestamos, pero los caciques que estaban al otro lado del mar no nos hicieron caso.
Nos hemos humillado peregrinando una y mil veces a la capital de ellos, llamada Washington, solicitando que nos traten con respeto y dignidad. Nos siguen tratando como tontos y mal educados, como en antaño. Pero no somos ni lo uno ni lo otro. Ahora exigimos, pedimos justicia y libertad. Entonces nos lanzaron las fieras encima reprimiéndonos brutalmente. Utilizan todas las artimañas que les da el poder de esas manos largas que vomitan lenguas de fuego tratando de convertirnos en guiñapos humanos. No les ha resultado, a excepción de una casta de sátrapas que les rinden culto a los dioses de la corrupción y la degradación. Unos privilegiados que responden a los más bajos instintos del ser humano. Esos traidores poco les ha importado el bienestar de los puertorriqueños, víctimas de la explotación, poco le interesa la pobreza en que se hunde nuestra nación, siendo serviles cómplices de los que se apoderan de lo que es nuestro. Estos traidores en el poder son servidores de la maquiavélica visión de los intrusos norteños que hace más de 128 años invadieron nuestro archipiélago caribeño.
Hoy nos preguntamos si vamos a callar ante los desmanes y canalladas de los que quieren destruir nuestro pueblo, robar nuestro patrimonio. ¿Seguiremos callando justificando el desmadre que nos azota? ¿Seguiremos mudos ante insultantes engaños? ¿Creeremos en los cantos de igualdad, cuando hemos vivido y conocemos otra realidad? No somos tontos, pero actuamos como tal. No somos mal educados, pero nos conducimos como ignorantes útiles. Guardamos silencio ante tanto atropello, depositamos confianza en traidores y corruptos.
Luego de 528 años de insultante colonización: ¿Habremos aprendido que el silencio tiene un precio muy caro y que nosotros ya lo hemos pagado con creces?
No terminemos como nos dijera Tomás Blanco en el pasado:
“O tomamos con serenidad y firmeza nuestro destino, o someternos, como retrasados mentales, a una lenta agonía, prolongada por paliativos y aparatos ortopédicos, hasta llegar al límite de la miseria física y la postración moral, hasta la total y completa transformación del pueblo isleño en peonaje de parias, en hato de coolíes. Entonces solo se salvarán los muertos”.