PUEBLA, México (AP) — En el jardín hay un chile que baila. Bajo el disfraz que personifica uno de los platillos más legendarios de la cocina mexicana con guantes blancos y sombrero de copa, unos zapatitos oscuros brincan al ritmo de la música sin revelar que ahí se oculta una monja de las Carmelitas Descalzas.
Un video del Monasterio de Nuestra Señora de La Soledad inmortaliza el momento. Cuatro religiosas acompañan el baile con pandero y guitarra mientras cantan para festejar los 200 años de la invención del chile en nogada, cuyo peculiar guiso es un balance perfecto de carne, fruta y una salsa de nuez. Su receta fue concebida en un convento del estado de Puebla y los mexicanos lo añoran cada septiembre, cuando el calendario marca que han vuelto los ingredientes de temporada y arrancan las fiestas patrias.
El chile en nogada nació en 1821 como parte de las transformaciones que la conquista española produjo en la gastronomía desde el siglo XVI, aunque se desconoce quién fue la mujer que los inventó. La situación ilustra uno de los rasgos que distingue a las monjas de clausura: sin salir jamás de sus conventos, viven entregadas a Dios con la esperanza de que su trabajo y devoción impriman una huella en el mundo.
PUEBLA, México (AP) — En el jardín hay un chile que baila. Bajo el disfraz que personifica uno de los platillos más legendarios de la cocina mexicana con guantes blancos y sombrero de copa, unos zapatitos oscuros brincan al ritmo de la música sin revelar que ahí se oculta una monja de las Carmelitas Descalzas.
Un video del Monasterio de Nuestra Señora de La Soledad inmortaliza el momento. Cuatro religiosas acompañan el baile con pandero y guitarra mientras cantan para festejar los 200 años de la invención del chile en nogada, cuyo peculiar guiso es un balance perfecto de carne, fruta y una salsa de nuez. Su receta fue concebida en un convento del estado de Puebla y los mexicanos lo añoran cada septiembre, cuando el calendario marca que han vuelto los ingredientes de temporada y arrancan las fiestas patrias.
El chile en nogada nació en 1821 como parte de las transformaciones que la conquista española produjo en la gastronomía desde el siglo XVI, aunque se desconoce quién fue la mujer que los inventó. La situación ilustra uno de los rasgos que distingue a las monjas de clausura: sin salir jamás de sus conventos, viven entregadas a Dios con la esperanza de que su trabajo y devoción impriman una huella en el mundo.
Agustín de Iturbide fue el primero en probar esa combinación de dulce y salado en una misma mordida. El militar mexicano viajaba de Veracruz a la capital luego de firmar un tratado que posibilitó la independencia cuando paró en Puebla y las monjas del convento de Santa Mónica lo sorprendieron con algo especial.
Sobre un plato de cerámica artesanal llamada talavera, el primer chile en nogada hizo su entrada triunfal a la historia. Su interior rebosaba con carne de cerdo y trozos de fruta; por fuera se cubría con la cremosidad de la nuez de castilla, hojas de perejil y semillas de granada. Era verde, blanco y rojo; tricolor como la bandera nacional.
No sólo estos chiles tuvieron un origen religioso. “Puebla de los Ángeles”, capital del estado donde se ubica Santa Mónica, se fundó en 1531 tras el sueño de un obispo que dijo haberla visualizado como un campo trazado por criaturas celestiales. Aunque en sus inicios llevó otro nombre, recibió el actual en 1640 por pedido del obispo Juan de Palafox y Mendoza.
Santa Mónica fue uno de los once conventos femeninos que se edificaron en la ciudad. La mayoría cambió su función con el paso de los años y actualmente sólo éste y Santa Rosa son museos. Curiosamente, ambos son célebres por sus cocinas.
Cien años antes de que a Iturbide se le hiciera agua la boca con los chiles en nogada, una monja de Santa Rosa inventó el mole, una salsa espesa de color marrón que suele servirse sobre guajolote o pollo. Prepararlo es casi digno de alquimistas: consta de más de 20 ingredientes como chocolate, tortilla, cacahuate y un abanico de chiles que se desvenan para restarle picor.
Hay cariño y admiración en las palabras de Sor Caridad cuando habla de sus predecesoras, las Agustinas Recoletas que idearon el chile en nogada para sacudir los sentidos del hombre que un año después de su paso por la Ciudad de los Ángeles se convertiría en emperador.
“Las recetas más sobresalientes son de monjas y nos preguntamos: ¿por qué será? Por necesidad. Para buscar el sustento cada día, Dios las inspiró para inventar recetas tan exquisitas”, dice la monja de 36 años a Associated Press.
Sus antepasadas se instalaron en Santa Mónica a fines del siglo XVII, pero Sor Caridad ya no vive ahí. En 1934, como parte de la aplicación de unas leyes que separaron la Iglesia del Estado, las hermanas dejaron el complejo. Ahora su orden habita un modesto edificio de paredes amarillas donde 20 devotas pasan de las seis de la mañana a las diez de la noche entregadas a Dios.
Las Agustinas Recoletas y las Dominicas de Santa Rosa son monjas de clausura, lo que implica que al tomar el hábito renuncian a la vida fuera del monasterio que habitarán hasta su muerte. Abrazar el compromiso de confinarse a un espacio conventual puede tomar años. El cuerpo portará ropas nuevas y se despedirá de los abrazos. La mente cambiará la dicha que da la compañía por el silencio y la soledad.
Con el tiempo, dice Sor Caridad, las hermanas se integran como familia y comparten una herencia común. Por eso, explica, en la cocina los recetarios se vuelven innecesarios. Sus secretos frente a los fogones trascienden de generación en generación.
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Un bocado de chile en nogada es una bomba de placer poco usual. Su cuerpo salado es ligeramente crujiente; las semillas de granada, aciditas. La salsa de nuez sabe cremosa y azucarada. Para cuando la lengua encuentra el relleno, ¡BUM! Los pedacitos de carne especiada se carean con trozos de manzana, pera y durazno. Si la primera mordida confunde, la segunda es adictiva.
“A los conventos les hemos dado el nombre de laboratorios de experimentos gastronómicos”, explica Jesús Vázquez, un historiador de Santa Rosa que recita de memoria las canciones que algunas monjas entonaban a sus santos para que la divinidad pasara la mano por sus cacerolas.