En días pasados tuve una de las muchas citas médicas a las que uno debe acudir, pero que honestamente no entusiasman mucho asistir a ellas. Si fuera un buen juego de basquetbol, sería otra cosa, aunque fuera uno donde el talento no iguala la fogosidad del encuentro y donde prevalece la nostalgia del pasado en el viejo y achacoso coliseo municipal.
Volvamos, luego de esta digresión, al asunto de este relato.
Como señalé, cumplía con órdenes médicas para hacerme uno de esos costosos exámenes en una facilidad médica en el oeste de Puerto Rico. Temprano en la mañana, de un brillante y caluroso día me uní a la larga cadena humana que esperaba con paciencia la entrada a la sala de espera del concurrido laboratorio. Todos los presentes, ansiosos, con un ramillete de documentos en mano, murmuraban entre dientes, las peripecias que habían tenido que pasar para llegar a donde estaban. La fila se acortaba lentamente pues algunos, al tener la documentación correcta, pasaban al interior del edificio y otros que no tenían la papelería exigida estaban condenados a regresar otro día. Las expresiones de frustración se reflejaban en los rostros de los no documentados que no tuvieron acceso al salón de espera. Todos comprendíamos sus sentimientos, pero no decíamos nada.
En la amplia sala de espera, dentro de la clínica, todos los presentes teníamos una silla cómoda donde sentarnos, distanciados unos de otros y cumpliendo con los requisitos mínimos que exige salud pública. El aire acondicionado aliviaba el calor sentido afuera y todas las 18 sillas del salón estaban ocupadas.
Son muchas las cosas observables y escuchadas en ese teatro de tragedias y comedias humanas. El libreto era espontaneo y los actores éramos los presentes. La clientela del lugar era mayormente de la tercera edad y la pluralidad eran féminas. Casi todos estaban ensimismados en sus teléfonos digitales y unos pocos observaban las noticias en un televisor de pared que todos podíamos escuchar.
De repente un varón se levantó de su asiento, elevando su voz, irritado, verbalizó su disgusto con las ejecutorias del gobierno actual en llevar a cabo unas elecciones para seleccionar a unos delegados que irían a “representar” a los puertorriqueños en el congreso estadounidense, únicamente para exigir la estadidad. Todos los presentes fuimos sorprendidos por la inesperada reacción de este señor, que molesto, continuó con sus señalamientos al gobierno de Pierluisi (gobernador colonial) que gastaba millones de dólares en unas elecciones fatulas sin significado alguno para Puerto Rico y que quería enviar a seis corruptos e incompetentes a Washington con salarios ocho veces mayor que el que devenga un maestro de escuela en Puerto Rico. Comparó como se asignó un millón de dólares para construir un hospital en Vieques (donde no existen facilidades hospitalarias) y se gastan 8 o 10 millones en los supuestos “delegados” del partido de gobierno a darse buena vida en Washington. Todo, de los bolsillos del contribuyente.
Pasaron milésimas de segundos cuando otro señor tomó el imaginario podio y sin pestañear replic que a él no le importaban las elecciones porque lo que él quería era la igualdad; “que nos traten con la misma igualdad que nos tratan en los EEUUAA” (a este señor lo llamaremos Ricky y a su antagonista, Luis). Don Ricky sin permitir que el otro contestara, añadió; “yo estuve en el ejército por ocho años y combatí en Vietnam.” Don Luis ripostó que él también estuvo en el ejército por 18 años y había estado en Vietnam y Cambodia y, además, “había sido sargento en el ejército”.
La recepcionista de la oficina asustada con el giro de la discusión, ya dispuesta a intervenir enmudeció cuando otro señor intervino en la estéril discusión.
Este otro señor (lo llamaremos Ramón) se levantó y en tono pausado y claro le indicó a los dos veteranos y al público presente que por razones económicas su familia había tenido que emigrar a los EEUUAA y que luego fue obligado a servirle al ejército estadounidense en Vietnam. Siempre se consideró como un mercenario de un ejército extranjero que invadía a otro. Humildemente relató que había sido condecorado con la Estrella de Bronce por sus servicios meritorios en Vietnam, añadiendo que ha vivido toda su vida avergonzado de haber combatido en Vietnam. Continuó diciendo que él todavía tiene pesadillas de la Masacre de My Lai, en Vietnam, cuando soldados estadounidenses asesinaron a más de 500 aldeanos vietnamitas, incluyendo a mujeres, viejos, niños e infantes, todos desarmados. Muchas mujeres fueron violadas y mutiladas. Veintiséis soldados estadounidenses fueron acusados por cargos criminales, pero ninguno fue encontrado culpable, solamente el teniente William Calley fue encontrado culpable de asesinar a 22 personas y cumplió tres años y medio de prisión domiciliaria. Don Ramón no se siente orgulloso de la barbarie de la guerra.
Don Ramón continuó señalando que los puertorriqueños no conocemos la historia, que tenemos que aprender que la llamada igualdad de que hablan los políticos es un engaño criminal, que realmente es una ilusión óptica que nos venden descaradamente los políticos de turno. En los EEUUAA, aunque tengamos ciudadanía estadounidense, hemos sido vejados y humillados y esa igualdad nunca ha existido. ¿Pregúntenles a los indígenas, a los negros, a los mexicanos, a los asiáticos, a los musulmanes y a los demás hermanos hispanos, si esa igualdad existe? Los estadounidenses han discriminado y seguirán haciéndolo.
No permitamos que nos sigan engañando. Escuchemos y busquemos la verdad. No continuemos diciendo disparates. Conozcamos nuestra historia.
Don Ramón volvió a su silla. Don Ricky y Don Luis no volvieron a abrir la boca. El resto de nosotros nos miramos y respiramos hondo.
Una sensación inexplicable inundó la sala de espera.