La primera prioridad de cualquier gobierno de izquierdas, sea estatal, local o nacional, es mantener las cuentas públicas en orden. Las instituciones pueden hacer mucho para mejorar la vida de las personas; desde buenas escuelas y guarderías a calles limpias, buenos servicios públicos y trenes que circulan a la hora. Si queremos hacer cualquiera de estas cosas, y queremos hacerlo de manera sostenible con programas e inversiones a largo plazo, necesitamos dinero, y eso exige unos presupuestos realistas que permitan pagar por lo que queremos.
Un buen gobernante progresista, por lo tanto, debe ser tacaño; la austeridad, el uso responsable del dinero público, es lo que nos permite tener suficiente dinero para aumentar la igualdad de oportunidades y ayudar a quienes más lo necesitan.
La responsabilidad, por desgracia, es una virtud difícil de encontrar en la clase política, donde las tentaciones son muchas y se trabaja a corto plazo. Hay un número casi incontable de ejemplos de gobernadores, alcaldes, presidentes o legisladores bajando impuestos o aprobando grandes programas de gasto público antes de las elecciones sin la más remota idea de cómo van a pagarlos después. Los políticos son más que conscientes de este problema. Los malos se encogen de hombros, gastan lo que no tienen y le pasan el problema a sus sucesores cuando dejan el cargo. Los buenos intentan crear estructuras, normas y leyes obligándose a si mismos a ser responsables.
Estas estructuras, no obstante, suelen tener un problema de partida: el político que decide aprobarlas es también quien puede votar eliminarlas sin más meses después. La única manera de que puedan hacerlo es hacer que esas normas estén en una ley que exija mayorías extraordinarias para ser reformada.
Hace unos años, en el 2017, el estado de Connecticut estaba metido en una crisis fiscal persistente. Las cuentas del estado llevaban más de una década flirteando constantemente con números rojos, forzando recortes de programas esenciales. Los déficits eran la herencia de la irresponsabilidad de gobernadores pasados, pero tenían un impacto tremendo en el estado. Así que ese año la asamblea general y el gobernador decidieron codificar una serie de normas presupuestarias que forzaban al estado a no gastar más de lo que tenía, y en caso de duda, ahorrar todo el dinero sobrante.
El paquete legislativo del 2017 quizás peque de ser demasiado conservador, pero ha funcionado bien. Tras años de inacabables desastres presupuestarios, Connecticut tiene al fin superávits, un fondo de reserva lleno, y margen de maniobra para invertir en la clase programas que ayudan a las familias del estado.
El sistema, sin embargo, tenía un problema grave: en su afán por poner límites a su irresponsabilidad, los legisladores eliminaron su autoridad democrática casi por completo. El paquete de reformas incluía algo llamado un “cerrojo de deuda” que consistía en añadir una cláusula a todos los bonos y deuda pública emitida por el estado que prohíbe a los legisladores tocar una coma de las normas que rigen los presupuestos. Es decir, el estado había prometido, en un contrato vinculante, no legislar en absoluto sobre cómo puede gastar su dinero, esencialmente dándole a sus banqueros las llaves del gobierno.
Es una idea espantosamente mala, y profundamente antidemocrática. Reformar los techos de gasto requiere ya mayorías amplias en Connecticut; estos contratos prohíben a los legisladores cambiar nada, incluso si tienen esas supermayorías. Por fortuna, el “cerrojo de deuda” sólo duraba cinco años. La semana pasada, sin embargo, el gobernador y un buen puñado de legisladores decidieron que era hora de alargarlo a diez.
La buena noticia, por una vez, es que no lo consiguieron. Un nutrido grupo de activistas y legisladores del ala izquierda demócrata entendieron que esta clase de medidas podía dejar al estado sin capacidad de respuesta ante una recesión. Tras intensas negociaciones, el “cerrojo” se amplío, pero sólo a cinco años, y con algo más de flexibilidad para poder responder a emergencias. No es una solución ideal, ciertamente, y el “cerrojo” sigue siendo mala idea, pero es una mejora. La responsabilidad presupuestaria no equivale a renunciar a cualquier autoridad de gobierno.
Ahora falta ver qué hacemos en el otro lado, y decidir cómo utilizar estos presupuestos que tan buena salud tiene para hacer que nuestro estado sea más justo e igualitario.