Las carreteras e infraestructuras de transporte deben existir para conectarnos unos a otros, para acercar nuestra comunidad al mundo.
En Estados Unidos esto no siempre ha sido así. El lunes Pete Buttigieg, secretario de transportes de la administración Biden, aludió a ello en una rueda de prensa sobre el nuevo plan de infraestructuras aprobado por el congreso, señalando que algunas carreteras y autopistas de Estados Unidos estaban construidas de manera racista.
Este comentario ha levantado cierta polémica (“¡el hormigón no tiene sentimientos racistas!”, pero no debería. El racismo ha sido un componente central de la política urbanística y de transportes en muchos lugares del país durante décadas. Y en nuestras ciudades tenemos decenas de ejemplos, muy bien documentados, sobre ello.
Tomemos, por ejemplo, el Oak Street Connector, el pequeño tramo de autopista que forma parte de la ruta 34 en New Haven. En los años cincuenta, esa zona de la ciudad era uno de los barrios más pobres y llenos de vida de New Haven. En ella vivían, sobre todo, inmigrantes; era el barrio donde los recién llegados a la ciudad solían encontrar su primera vivienda. Era entonces el hogar de más de 800 familias de medio mundo; judíos, italianos, afroamericanos, polacos, rusos, ucranianos, griegos – un lugar vibrante, con 350 pequeños negocios.
Eso a las autoridades de la ciudad les importaba poco. En palabras de Richard E. Lee, entonces alcalde de la ciudad, Oak Street era un “cáncer” que debía ser extirpado.
Y lo hicieron, casi de forma literal. En 1957 los bulldozers entraron en Oak Street, demoliendo centenares de edificios a su paso. En apenas dos años, lo que había sido un barrio inmigrante pasó a ser una autopista de seis carriles. No satisfechos con la destrucción de Oak Street, la ciudad siguió hacia el oeste, arrasando bloques de viviendas hasta llegar a West River, con la intención de seguir tirando asfalto hasta Derby. A su paso demolieron cientos de viviendas en un barrio afroamericano, dejando tras de sí una inmensa cicatriz en el corazón de la ciudad. El barrio fue destruido, pero la autopista nunca llego a completarse.
New Haven, dentro de lo que cabe, tuvo suerte. Otras ciudades de Connecticut fueron aún más entusiastas con sus programas de “renovación urbana” que pasaban, invariablemente, por arrasar áreas llenas de inmigrantes y afroamericanos para construir autopistas. Hartford demolió barrios enteros para acomodar a dos autopistas, una frente al río (I-91), la otra creando una barrera física entre los barrios afroamericanos del North End y el centro de la ciudad (I-84). Middletown, New Britain, Waterbury o Bridgeport tienen historias parecidas de proyectos que destruyen cientos de viviendas de gente de color para abrir paso a los coches.
En casi todos los casos, los responsables dijeron explícitamente en voz alta que estaban limpiando sus ciudades de “slums” llenos de indeseables. Los barrios blancos de clase media, por supuesto, ni tocarlos.
El legado de estas decisiones sigue ahí, escrito en piedra, acero y cemento en el centro de nuestras ciudades. Tenemos comunidades enteras aisladas del resto de la ciudad, con una interestatal ejerciendo de frontera. Tenemos barrios divididos por cintas de asfalto, ahogando su economía. Y tenemos el impacto directo de años de contaminación, que se traduce en tasas de enfermedades respiratorias mucho mayores para aquellos que viven a la sombra de estas autopistas.
Solventar los problemas derivados de estas infraestructuras, por lo tanto, no es sólo cuestión de conveniencia o hacer nuestras ciudades más agradables. Es también una forma de reducir las desigualdades raciales, por el mero hecho de que al hacerlo estaremos conectando nuestros barrios a nuevas oportunidades, haciendo de ellos un sitio mejor.
Por fortuna, muchas ciudades parecen al fin entender el enorme impacto de las autopistas urbanas y están empezando a demolerlas o reemplazarlas. New Haven, poco a poco, está demoliendo el conector de Oak Street y tratando de recuperar el espacio perdido. Hartford se está planteando soterrar I-91. El plan de infraestructuras recién aprobado en el congreso incluye, además, fondos para esta clase de proyectos.
Tomará tiempo, y por supuesto, ninguna de esas viviendas arrasadas volverá, décadas después. Pero al hablar de infraestructuras, es importante pensar a quién impactan y cómo, porque pueden hacer mucho daño.
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*POR ROGER SENSERRICH
Communications Director Working Families Party, Connecticut