Uno de los discípulos de Jesús, expresó: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta”. Entristecido, Jesús le responde: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” (Jn. 14:8-9).
Jesús fue Dios en forma de hombre. “La imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (Col. 1:15). Él se presentó a sí mismo como el gran Yo Soy; el nombre de Dios por todas las generaciones (Éx. 3:14). En el evangelio de Juan vemos su autorretrato.
Jesús dijo: “Yo Soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Jn 6:35).
Dios alimentó a su pueblo en el desierto con el maná celestial, una comida temporal. Jesucristo, en cambio, es el Pan que descendió del cielo para dar vida al mundo (Jn 6.33); el que come de este Pan vivirá eternamente (Jn. 6:58). Cristo es el Pan que fue levantado, partido y repartido para bendición de todos los que en Él creen. Por su gran amor y misericordia los que creen pasan de muerte a vida (Jn. 5:24). Acércate con hambre y sed de justicia y serás saciado (Mt. 5:6).
“Yo Soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12).
Jesús es la luz de la humanidad. Cuando le sigues, Él hace contigo como hizo en el principio: separa la luz de las tinieblas. Es decir, te saca de la oscuridad del pecado y te dirige a su luz admirable y eterna.
“Yo Soy la puerta de las ovejas (…); el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Jn. 10:7-9).
Todos los que creen en Jesucristo son ovejas de su prado. Él es la puerta por medio de la cual los unos y los otros tienen entrada al Padre en un mismo Espíritu. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn. 10:27).
“Yo Soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Jn. 10:11).
Jesús es el buen pastor que dio su vida por sus elegidos. Gracias a su sacrificio en la cruz, aquél que cree puede entrar confiadamente al Lugar Santísimo para recibir misericordia. Ya no es necesario ir ante un sacerdote para confesar los pecados, “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn. 2:1).
“Yo Soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn. 11:25).
Todos los que creen que Jesús murió y resucitó reciben la abundancia de su gracia y el don de la justicia que es la resurrección y la vida eterna. El día viene en que los que duermen en Jesús serán levantados de entre los muertos para no volver a morir jamás. “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas ya pasaron” (Ap. 21:4-5).
“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6).
Cristo es el camino al cielo. No hay otra senda hacia la salvación. Jesús es la verdad que liberta del pecado y de la muerte. Jesús es la vida y quien da vida. “Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (Col. 1:17).
“Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5).
Jesús es el tronco y los creyentes las ramas. Aquél que permanece pegado a Cristo, firmes en la fe, sin movernos de su Palabra, dará frutos de su Espíritu (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza), pero separados de Él nada podrán hacer.
ORA LA PALABRA
“Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Jn. 5:20).
Amado Jesús, tú eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios; por tanto, Dios te ha bendecido para siempre (Sal. 45:2). Tú eres el gran Yo Soy. Por ti fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles (Col. 1:16). Gracias por dejar tu gloria celestial para venir a este mundo a limpiarme del pecado y reconciliarme con Dios Padre. Nací para adorarte en espíritu y en verdad (Jn. 4:23). A ti adoraré y solo a ti serviré. Tú eres el único digno de ser exaltado, porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. ¡Amén! (Mt. 6:13).
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