De ninguna manera debemos permitir que nuestra vida de fe se convierta en un pozo de agua estancada. Jesucristo dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a Mí y beba. El que cree en Mí, como ha dicho la Escritura: “De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva”» (Jn. 7:37-38). Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu Santo que recibirían los que creyeran en Él.
Muchísimas personas que dicen ser cristianas viven sedientas. Deberían autoexaminarse y preguntarse si realmente han creído en Cristo, porque Jesús le dijo a la mujer junto al pozo: «El que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que Yo le daré se convertirá en él en una fuente de agua que brota para vida eterna» (Jn 4:14).
Cristo es la fuente de agua vida. Quien está en Cristo jamás está sediento, porque el Espíritu Santo que mora en el corazón del creyente renueva continuamente su deseo de buscar a Dios.
La Escritura invita a los creyentes a perseverar en el conocimiento de Dios y el crecimiento en Cristo. Una persona que no tiene comunión con Dios se encuentra seca espiritualmente. Es como un arbusto sembrado en medio del desierto que nunca recibe agua.
Jesús también le dijo a la samaritana: «Mujer, cree lo que te digo: la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque ciertamente a los tales el Padre busca que lo adoren. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorar en espíritu y en verdad» (Jn 4:21-23).
La adoración no consiste únicamente en cantar himnos el domingo por la mañana en el templo o en hacer oraciones extensas y llamativas frente a otros creyentes. Debemos estar conscientes de que estas expresiones de adoración son solo aceptadas por Dios si el corazón y la mente de la persona que adora están enfocados en Él.
La verdadera adoración es la comunión que cada creyente tiene con Dios. Fluye de un corazón que ha sido regenerado por el poder del Espíritu Santo y se centra en los méritos de Jesucristo y no en los propios.
La adoración verdadera, según el apóstol Pablo, consiste en que presentemos nuestros cuerpos como un sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, que es nuestro culto racional (Ro. 12:1).
Bajo el antiguo pacto, Dios aceptó los sacrificios de los animales muertos, pero a causa del sacrificio supremo de Jesucristo, los sacrificios del Antiguo Testamento carecen de efecto absoluto. Por lo tanto, para quienes están en Cristo, el único culto aceptable de adoración consiste en ofrecerse a sí mismos y por completo al Señor.
Todo cristiano genuino lleva una vida santa. En otras palabras, vive apartado del sistema de creencias y valores de este mundo dominado por Satanás. Es un individuo que demuestra a través de su conducta que su mente y corazón han sido redimidos y transformados por el poder del Espíritu Santo que mora en él.
Esto no quiere decir que un cristiano no peca, sino que vive en arrepentimiento continuo. Esto implica una decisión diaria y voluntaria de apartarse del pecado y abandonar el mal camino. Un creyente verdadero tiene la mente saturada de la Palabra de Dios y mantiene una vida de obediencia y entrega total al Señor. Esa es la verdadera adoración a Dios.
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