¿Alguna vez has juzgado a una persona sin conocerla? ¿Después de tratar a esa persona te has sorprendido de que no era ni se comportaba como creías? Eso nos pasa cuando hacemos prejuicios.
Prejuzgar es formarse una opinión, por lo general negativa, sobre una persona o un grupo sin el conocimiento previo. Si somos honestos debemos admitir que tenemos prejuicios muy arraigados. Este mal hábito lo aprendemos en la infancia y lo vamos reforzando a medida que socializamos con el entorno.
Los prejuicios son ideas preconcebidas que han echado raíces en nuestro corazón y que nos llevan a la discriminación, el odio y la división. Dios dice que el hombre juzga según las apariencias (1 Sam. 16:7). Nosotros solemos juzgar a las personas por su aspecto físico, raza, religión, nacionalidad o posición económica.
Las personas que son blanco de prejuicios sufren mucho e injustamente. Por ideas preconcebidas se les dificulta conseguir empleo, se les excluye socialmente y hasta son asesinadas. Son muchísimas las víctimas de ataques racistas y crímenes de odio e intolerancia en el mundo.
En este artículo no me voy a concentrar en los ataques racistas en contra de ningún grupo étnico, ni en los prejuicios en contra de los cristianos. Sabemos que algunas personas nos tildan de fanáticos e intolerantes y, por estas ideas discriminatorias, cientos de cristianos están siendo perseguidos y asesinados.
Aquí me voy a referir a los prejuicios que hacemos los cristianos en contra de otros cristianos. Es triste admitirlo, pero dentro de la iglesia hay hombres y mujeres con pensamientos y sentimientos de desvalorización hacia personas hechas a la imagen y semejanza de Dios y por las que Cristo murió (Gén.1:26; Jn. 3:16).
Todas las formas de racismo, prejuicio y discriminación son afrentas a la obra de Cristo en la cruz. El prejuicio —como los demás pecados— tiene su raíz en el corazón. No hay nada más engañoso que el corazón (Jer. 17:9). Puede que pensemos que no somos capaces de menospreciar a nadie por su nacionalidad, color de piel, nivel de instrucción o situación económica. Pero ¡cuidado! A veces el orgullo no nos deja ver los prejuicios ocultos que guarda nuestro corazón.
El tema de los prejuicios es recurrente en la Biblia. Las Escrituras relatan que los judíos se volvieron arrogantes porque recibieron la ley de Dios, y despreciaban a los gentiles (Lc. 18:10-14). Odiaban especialmente a los samaritanos. Para el judío ortodoxo de aquellos tiempos un samaritano era más impuro o inmundo que un gentil.
También vemos en la Biblia que los prejuicios llevan al pecado del favoritismo. Santiago, el hermano de Jesús, dijo que cualquiera que muestre distinciones es como un “juez con malos pensamientos” (Stg. 2:4). Y advirtió que si le damos más importancia a unas personas y las tratamos mejor que a otras, estamos cometiendo pecado.
El apóstol Pedro, quien luchó con sus prejuicios en contra los gentiles, dijo en una ocasión: “Ciertamente ahora entiendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación el que le teme y hace lo justo, le es acepto (Hch. 10:34-35).
La separación más abismal de todos los tiempos es del hombre pecador y Dios. Antes vivíamos en este mundo sin Dios y sin esperanza, pero gracias a la sangre que Jesús derramó los que estábamos lejos ahora estamos cerca (Ef. 2:12). Ya “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos [somos] uno en Cristo Jesús” (Gál. 3:28).
Necesitamos arrepentirnos del pecado de prejuzgar y debemos perdonar a quienes nos han lastimado con sus prejuicios. Solo el amor abnegado hacia Dios y el prójimo nos impedirá actuar con favoritismo y discriminación.
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