Por JOSÉ E. AYOROA SANTALIZ
Columnista invitado
Toda nación (toda cultura), así como todo ser humano, tiene rasgos, temperamento, carácter, peculiaridades, particularidades, distintivos y propios. En el caso de las naciones, todas tienen un conjunto variado de costumbres, de canciones, danzas, poesía oral, de creencia, mitos, supersticiones (fórmulas mágico-medicinales, espirituales), las cosas que las hacen reír y llorar, el modo en que sepultan y recuerdan a sus muertos, el modo en que se relacionan con la gente de otros pueblos y culturas, el mayor o menor valor que le reconocen al dinero… En fin, el modo en que son, la idiosincrasia, el acervo.
Eso no nos hace a unos y otros ni mejores, ni peores. Nos hace diferentes. Y hace que el gran mosaico que es la humanidad sea rico, hermoso, variado.
El problema comienza cuando una nación se convierte en Imperio y le atosiga su idiosincrasia nacional a las naciones que invade y domina, ya se trate de la Francia de Napoleón, la Alemania de Hitler o los Estados Unidos de Norteamérica de William McKinley y el General Nelson A. Miles. En ese abusivo empeño, lo primero que hace el Imperio es devaluar, desvalorizar la cultura (el modo de ser) del pueblo invadido y ocupado. Le esconden, falsean, y distorsionan su Historia. Le menoscaban su autoestima nacional. Tratan de convencerlos de que la civilización comenzó el día en que ellos arribaron a su territorio nacional.
Tal es el caso de Puerto Rico ante los Estados Unidos de Norteamérica. El Invasor ha intentado convencernos, por todos los medios que domina, de que éramos un pueblo subdesarrollado, con relación a ellos, el día en que irrumpieron a tiros por el puerto de Guánica y se apropiaron de nuestro país por la fuerza de sus armas.
Hay muchos modos mediante los cuales se puede demostrar que Puerto Rico tenía al momento de la Invasión, un nivel de civilización y de cultura cuando menos similar(a la par) al de los Estados Unidos y, desde luego era y es una nación más homogénea. Por hoy y dado el espacio limitado del que dispongo, voy a recurrir a un simple ejemplo ilustrativo: la vida y obra de dos héroes nacionales de ambos pueblos, héroes coetáneos, contemporáneos entre sí, que coincidentemente pasearon por Europa en años relativamente cercanos, sus vocaciones, habilidades y espectáculos.
Don Antonio Paoli y Marcano, “el tenor de los Reyes y Rey de los tenores”, el mejor tenor dramático del mundo en su momento, nació en Ponce, Puerto Rico, el 13 de abril de 1872. En el año 1899, a la edad de veintisiete años, hizo su presentación inaugural en el teatro de la Gran Ópera de París, con la ópera Guillermo Tell, de Joaquín Rossini. De inmediato, la crítica más exigente destacó en gruesos caracteres de Prensa: “Gracias a Dios que Guillermo Tell tiene ya su tenor”
A partir de ese momento, hizo temporada en el Covent Garden, de Londres, en Varsovia, Moscú, San Petersburgo, donde el Czar y la Czarina le invitaron a su palco y Nicolás II lo condecoró con la Cruz de San Mauricio; debutó en la Scala de Milán, e inauguró el Teatro Colón, en Buenos Aires, con la ópera La Africana, entre tantísimas otras Salas de grandes ciudades.
Su bien merecida fama creció sin límites. Acaparó la Prensa universal. Aún en pleno disfrute de sus facultades artísticas, regresó a Puerto Rico en el año 1922 y no volvió a salir de su Patria hasta su fallecimiento, ocurrido el 24 de agosto de 1946, cuando tenía setenta y cuatro años de edad.
Durante los años en que estuvo de vuelta en Puerto Rico (desde el 1922 hasta el 1946) impartió clases de canto, y vivió maravillado del “… material lírico-musical tan precioso y abundante…” que encontró en su Patria.” Voces de amplio volumen, dijo, de una calidad lírica tan pura, que confirman la tenaz supremacía de la raza.” Se refiere Paoli, desde luego, a la raza afro-indo-hispanoamericana, a nuestra raza.
El ponceño deslumbró en su arte, paseándolo triunfal por las Capitales de Europa. También expuso el suyo en años relativamente cercanos, por las mismas Capitales, el estadounidense Guillermo Federico Cody (1846-1917)
Cody, mejor conocido como Buffalo Bill, es un héroe nacional estadounidense. Tanto, que en el año 1872 le otorgaron la Medalla de Honor del Congreso. En la guerra contra los indios, ganó fama como invasor aguerrido, sobre todo a partir del momento en que venció en duelo singular al jefe de los Cheyenes, Mano Amarilla, y le arrancó el cuero cabelludo. Sirvió como guía en la Guerra de Secesión y contribuyó en la construcción del ferrocarril transcontinental estadounidense.
Se constituyó en empresario y creó un circo que consistía deexhibiciones de equitación, domas de caballos, pruebas con el lazo, el revólver y el rifle, y exhibición de auténticos indios del Oeste estadounidense a los que exponía al escarnio público como parte del espectáculo. Estuvo diez años en Europa y su espectáculo circense fue una de las atracciones durante el jubileo de Oro de la Reina Victoria de Inglaterra.
Así las cosas, mientras el ponceño protagonizó por las Salas de Europa óperas tales como Guillermo Tell, Otelo, Sansón y Dalila, La Africana y Los Hugonotes, deslumbrando con sus habilidades en el bel canto, este héroe nacional del país que nos invadió (y que pretende que vino a civilizarnos) sometía al escarnio público en su espectáculo itinerante a primitivos moradores del territorio de lo que ellos llaman Los Estados Unidos de Norteamérica.
Transcurrido todo un siglo, las Fuerzas Armadas y el Gobierno de los Estados Unidos continúan encarnando la psiquis de Buffalo Bill. Van por la vida, pistolas al cinto, en el “Pony Express” de sus pretensiones arrogantes, abusando de los nacionales de los pueblos ocupados.