Siempre es interesante el diálogo ameno y fraternal, especialmente cuando este vigoriza el espíritu y estimula el intelecto. Resulta poco esperanzador cuando la conversación se convierte en un asalto a la reflexión. Quiero subrayar que creo en el diálogo serio y respetuoso. También respeto las diferencias de pensamiento, siempre y cuando respeten las mías.
Creo que esto estimula el pensamiento crítico y la discusión abierta, reconociendo que esto es la pieza esencial en la liberación de los hombres. Por eso es imperativo aclarar dudas.
El generalizar es un defecto que yo critico fuertemente, pero me voy a dar permiso para hacerlo en este caso para ilustrar mis planteamientos. Hay los que al igual que yo creen en la soberanía de mi nación, con la visión clara de que la solución de nuestra Isla es que esta sea soberana.
Por el contrario, hay quienes se sienten entrañablemente unidos a los Estados Unidos de América. Este grupo ha sido acondicionado a sentir y a pensar de esa manera, tratando de creer que es bienvenido a ese mitológico “melting pot”, aunque la realidad es otra. El argumento que consistentemente presenta ese grupo es el del “diluvio” de beneficios que reciben y han recibido de sus “tíos” estadounidenses. Esa constante veneración al dólar americano da la impresión de un enamoramiento más por interés que por amor a la nación a la cual profesan ese cariño.
Hay otro grupo que vive en “la tierra de nadie” o en un limbo existencial, hasta que observan en su televisor un juego (de cualquier deporte) o en cualquier certamen de belleza, entonces exudan un patriotismo incondicional por Puerto Rico, aunque a la mañana siguiente se convierten en mansos gallos manilos, entregados al “realismo del colonizado” que Franz Fanon claramente describía. Más de quinientos treinta años de colonialismo en Puerto Rico, ha deformado la psiquis borinqueña, aunque esto no es nada nuevo en la historia del hombre ni en los colectivos nacionales. El síndrome del colonizado es un lastre que se carga por largo tiempo, dependiendo obviamente del nivel de docilidad al que se le haya sometido. No importa que venga disfrazado de una aparente jaibería, ni de que cada día caminemos para atrás como el cangrejo.
Para poder entender por qué existen esos defensores de esa imaginada asociación, o deseada integración es necesario entender a cabalidad las relaciones históricas de Puerto Rico y los Estados Unidos de América. Es necesario entender esa relación para comprender por qué más de la mitad de los puertorriqueños residen en los Estados Unidos. Si no lo entendemos seguiremos deambulando sin dirección alguna o peor, seguiremos repitiendo los mismos errores predecibles a los cuales nos tienen acostumbrados los dueños del imperio.
El ser libre no es un pecado, ni mucho menos está sujeto a discusiones triviales. La libertad, la soberanía tampoco están sujetas a chanchullos políticos, ni a plebiscitos coloniales. Los residentes de las antiguas colonias inglesas defendieron su derecho a ser libres. A pesar de que el imperio inglés se oponía y descargaban con fuerza su oposición a que éstas se lograra.
Los puertorriqueños nunca invitaron a los estadounidenses a que nos invadieran, ni a que nos intentaran robar nuestra cultura, nuestra forma de ser, nuestra idiosincrasia y nuestra dignidad. A pesar de que existen individuos que están dispuestos a entregarles su patrimonio y razón de ser al usurpador.
Tampoco es cuestión de votar por un presidente o pretender que eso va a cambiar las cosas. Solamente hay que preguntarle a los méxico- americanos, a los afro- americanos, a los indígenas de esta nación y demás hispanos si son ciudadanos de primera o de segunda clase, aunque llevan más de doscientos años residiendo allí. Se pueden explicar muchas cosas, pero todas son lastimosas excusas de un sistema racista, prejuiciado e insolente.
Cada uno, en mi concepto de lo que es una verdadera democracia, tiene derecho a escoger libremente su propio destino. El que se nos ha negado a los puertorriqueños. El mismo concepto que tenían los padres de los Estados Unidos de América, pero que con el transcurrir del tiempo se les olvidó a los subsiguientes presidentes estadounidenses. Esa nación que nos “liberó”, nos atosigó: gobernadores estadounidenses, la enseñanza del inglés en las escuelas del país para todas las asignaturas menos el español, nos desangraron la economía, se convirtieron en los grandes terratenientes en nuestro país, nos impusieron el servicio militar y la ciudadanía. Hemos sido usados como campo de tiro, servimos de conejillos de indias para luego vanagloriarse de sus logros y nos vendieron la idea de que los puertorriqueños éramos bienvenidos en la tierra del norte. Lo que no nos dijeron era que nos querían para hacer el trabajo que nadie quería hacer, con salarios de baratillo.
Hay que recordar, que han sido millones los que residen en las entrañas de los Estados Unidos porque han tenido que emigrar o exiliarse como única alternativa a la persecución y hostigamiento político en su propia tierra. Acordémonos de los miles de puertorriqueños que se les abrieron carpetas o fueron asesinados o como el sistema de justicia ha abusado de su poder para intimidar y el poder económico les ha negado las oportunidades de vivir en su tierra.
Recordemos los millones de boricuas expuestos a la violencia del hambre y la miseria, condiciones a las que hemos sido sometidos por los explotadores de la colonia y por sus intermediarios de turno. Todos han abandonado a Borinquen, con esperanzas de regresar, pero la contundente realidad económica les negaba el pasaje de vuelta.
Aclarar dudas es cuestión de puertorriqueños.