En el comienzo de mi caminar cristiano me congregaba en una iglesia divisiva y competitiva. No había amor entre los hermanos. Cada uno buscaba su propio beneficio. Así como en la iglesia de Corinto, había pleitos y contiendas frecuentes.
En el tiempo de la iglesia primitiva fue necesario que Pablo hiciera una exhortación a la unidad (1 Cor. 1:10). En distintas ocasiones lo vemos a él y a los otros apóstoles de Jesucristo haciendo un llamado a los santos a crecer y abundar en amor los unos por los otros (1 Tes. 3:12), (1 Ped. 1:22), (1 Jn. 3:11).
Este es el más grande y primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22:37-39).
Antes de conocer a Dios no podíamos ni queríamos obedecer ningún mandato divino. Estábamos controlados por el egoísmo y el orgullo. Vivíamos enemistados con Dios y con los demás. Nada bueno había en nosotros. “Ojo por ojo y diente por diente”, era nuestra ley (Mt. 5:38).
Ahora, por la misericordia del Señor, los que estábamos muertos en nuestros delitos y pecados vivimos para agradar a Dios. Él nos quitó el corazón de piedra y nos puso uno de carne, nos quitó los harapos de inmundicia y nos vistió de justicia, y gracias al poder del Espíritu que mora en nosotros, día tras día vamos transformando nuestro modo de pensar y renovando nuestra mente.
La ley del amor
Gracias a nuestra regeneración podemos obedecer la ley del amor: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley” (Rom. 13:8-10).
Si queremos saber si hemos nacido de Dios y si conocemos a Dios, debemos hacernos tres preguntas: ¿Amo a mi prójimo? (Mt. 22:39). ¿Amo a mis hermanos? (1 Jn. 4:21). ¿Amo a mis enemigos? (Mt. 5:44).
Jesús desea que nos amemos con el mismo amor sacrificado que Él mostró por nosotros cuando se entregó a sí mismo por nuestros pecados. Y enfatizó que ese amor inmolado, generoso, abnegado es la cualidad que distingue a los creyentes verdaderos: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn. 13: 35).
La gente podrá reconocernos como hijos de Dios por el amor sincero de hermano que nos tenemos los unos a los otros (1 Ped. 1:22). Pues somos cartas vivientes de Cristo, vistas y leídas por todos los hombres (2 Cor. 3:2-4). Como en toda familia (¡y la iglesia no es la excepción!) habrá una que otra diferencia entre los hermanos, pero siempre debe prevalecer el amor.
Dios usa nuestra relación con otros creyentes para hacernos crecer y abundar en amor. Es más, si no intimáramos los unos con los otros sería imposible que creciéramos en amor ni en ningún otro fruto del Espíritu Santo (Gál. 5:22-23). “El hierro se afila con el hierro, y el hombre en el trato con el hombre” (Prov. 27.17 NVI).
Esta es una de las muchas razones por la que la Escritura hace el llamado a congregarse (Heb. 10:25). Es comprensible que algunos creyentes no puedan reunirse por asuntos de salud o por no contar con una iglesia de sana doctrina cerca de su hogar, pero los que sí puede congregarse y no lo hacen, no han comprendido que la reunión de los santos es un mandato del Dios Altísimo.
Dios llama a todos sus hijos a congregarse para que le adoren. El salmista expresó con júbilo: “¡Aleluya! Cantad al Señor un cántico nuevo: su alabanza en la congregación de los santos” (Sal. 149:1). Y el escritor del libro de Hebreos declaró: “Anunciare tu nombre a mis hermanos, en medio de la congregación te cantare himnos” (Hebreos 2:12).
Es en nuestra iglesia local donde los creyentes podemos amarnos los unos a los otros, adorar juntos el santo nombre del Señor, y cumplir así la voluntad de Dios.
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