“La existencia…, no puede ser muda, silenciosa, ni tampoco nutrirse de falsas palabras sino de palabras verdaderas con las cuales los hombres transforman el mundo. Existir, humanamente, es transformar al mundo”.
Pablo Freire
Es un verdadero privilegio el poder compartir con ustedes las experiencias que uno ha acumulado a través del pasar de los años. Esas experiencias no tendrían sentido si no fuera porque ustedes, de una u otra manera me han educado y me han formado.
Soy puertorriqueño, soy latino y soy americano. Todos somos americanos. Ese gentilicio no es propiedad de nadie en particular, porque es de cada uno de nosotros. Es de los que nacimos en este conglomerado de naciones que hoy llamamos América. Está América que también tiene una deuda que tenemos que reparar. Me refiero con mucho respeto a los originarios, los verdaderos propietarios de estos continentes que fueron reducidos a vivir como parias en su propia tierra. También hay que rendirles tributo a los que vinieron un tiempo después, en otros botes: secuestrados, encadenados compartiendo penurias y alegrías juntos.
Desafortunadamente América nunca ha sido una, porque algunas de esas estrechas definiciones nos han querido hacer creer que unos son mejores que otros. Esa estrechez mental, esa soberbia no tiene cabida en la América que todos queremos.
Nuestra América no ha sido perfecta. Tenemos que reconocer los errores del pasado para poder rectificarlos en el presente y compartir lo que es justo para todos.
América está separada por selvas y montañas. Las naciones caribeñas estamos separadas por enormes cuerpos de agua del resto del continente, pero somos parte íntegra de nuestra América. Nos unen un lenguaje, una música, una idiosincrasia y principalmente una humanidad.
También nos separan el hambre, la salud y la educación, pero esa separación es más de clases que de fronteras.
Sabemos que la economía estadounidense, respaldada por su poder bélico, ha explotado nuestros recursos he intentado menguar nuestro espíritu. Pero siempre ha dependido del sudor y la sangre de nuestros emigrantes. Las oleadas de americanos llenaron y aún siguen llenando las necesidades de mano de obra barata que exige esa otra sociedad. Estos venían y vienen porque las condiciones de vida en sus respectivas naciones son precarias y con un futuro incierto.
Pero esa situación al sur de la frontera no es responsabilidad de los desterrados de la tierra. Esa responsabilidad es y ha sido de los que de una u otra manera se han nutrido del sudor de los que trabajan y explotan la riqueza de nuestros recursos.
Hemos sido obligados por la necesidad de una vida mejor. Miremos para el sur porque nosotros tenemos la capacidad de construir los mejores sistemas de salud, tener excelentes programas científicos, los mejores programas educativos, enriquecer nuestra alta tecnología y miles de otras cosas más.
Esos al igual que nuestros otros recursos también han sido secuestrados de nuestras naciones. Esto es y ha sido así a través de nuestra historia.
Pero hemos sobrevivido negándonos a rendirnos a la servidumbre, rompiendo las cadenas que nos han atado por siglos, reconociendo cada día que pasa, nuestro valor y determinación para lograr un mundo donde se haga justicia a todos por igual.
Nos causa una profunda angustia cuando vemos millares de seres humanos que tienen que abandonar su familia, su tierra, sus amigos, el río que cruza por el valle, el apretón de manos, el abrazo de despedida, quizás reconociendo muy dentro de uno que el tiempo nos puede engañar para volvernos a ver.
La separación causa dolor, intenso dolor. Emigrar no es fácil para nadie.
No importa de donde vengas, no importa lo que hayas tenido.
Y duele más, cuando nosotros, en el lado sur de la frontera recibimos a los que nos visitan, con la hospitalidad típica de nuestros pueblos; les abrimos las puertas, les brindamos techo, los alimentamos, los tratamos como hermanos. Y ese comportamiento, el nuestro, no exige reciprocidad, pero lo espera, porque esa es nuestra idiosincrasia.
Duele cuando tenemos que vivir en el destierro, quizás para ofrecerles algo diferente a nuestros hijos, quizás para arreglar el rancho que dejamos atrás, quizás para asegurar un pedazo de pan a la hora de comer. Eso lo ganamos con el sudor de la frente, por eso toleramos lo intolerable.
El hambre se siente menos cuando el calor humano se siente más.
Duele cuando llevan a nuestros jóvenes a combatir sus guerras. Duele cuando los vemos regresar cubiertos por esa misma bandera que le negó la oportunidad de soñar.
Entonces nadie cuestiona la seguridad de las fronteras.
Duele cuando hace frío y los del sur proveen la gran parte del petróleo para que los del norte calienten sus hogares y puedan transportarse a sus trabajos y nosotros esperando en una calle sin nombre, escondidos, para que nos den un trabajo cualquiera.
Duele cuando nuestros hijos no pueden continuar su educación, aunque quizás algún día puedan salvarles la vida a quien le negó la firma para realizar el sueño de una mente privilegiada.
Duele porque nosotros podemos cuidar a sus hijos, podemos limpiar sus edificios, podemos cultivar su tierra y construir sus casas. Siempre esperando que nos corten el fino hilo que nos ata a la esperanza.
Tampoco permitiremos que políticos con ninguna credibilidad nos hablen de dignidad por un lado y nos lancen los chacales por el otro. Y nos quiten los sueños.
Reconocemos las mismas penurias y dolores de todos los demás grupos raciales, étnicos, religiosos y culturales que han sido igualmente víctimas en el pasado y todavía lo son en el presente.
Después de todo nos cobija el mismo sol, el mismo sol americano.
El sol de todos y para todos.