“Honor a quien honor merece” y este es el innegable derecho justamente obtenido por la gran artista, bailarina, cantante, estrella de cine Dolores Conchita Figueroa del Rivero cuya cerrera mostró a Estados Unidos y Latinoamérica lo que pudo ofrecer en vida esta mujer que con el nombre artístico de Chita Rivera falleció a los 91 años el recién pasado martes 30 de enero en la que fue su ciudad, Nueva York. Así lo anuncio su hija Lisa Mordente.
Rivera había tomado clases de baile en la prestigiosa School of American Ballet en Nueva York y su primera actuación tomó lugar cuando tenía 17 años en una gira de la compañía “Call the Madam” donde interpretó los coros de “Guys and Dolls, y “Can-Can.”
En una entrevista, esta estrella del espectáculo en el estricto y complejo mundo de Broadway dijo que ella consistía en dos mundos: Dolores y Conchita.
“Conchita es la que recibe toda la gloria y alabanzas y aparece en todos los espectáculos, pero es Dolores quien la impulsa en este mundo. Es Dolores quien me mantiene y anima en esta senda y por eso escucho a Dolores quien crece y está en mi pensamiento en este mismo instante en que hablo.”
Dolores fue así su alter ego y logró identificarlo con absoluta claridad y un formidable sentido del balance entre ambas: Conchita y Dolores.
Conchita recibió su primer logro artístico en la primera y original producción “West Side Story” y continúo bailando en el escenario de Broadway con su típica energía por cincuenta años consecutivos y hasta el 2015.
“No sé qué habría sido de mí si no estuviese en movimiento, diciendo una historia o cantando. Este es el espíritu de mi vida y he tenido la suerte de hacer algo que yo amo, aun en esta etapa de mi vida,” dijo a la agencia de noticias Associated Press en el 2015.
Otros de sus recuerdos que iluminaron su vida artística fue cuando el presidente Barack Obama la premió en agosto de 2009 con la Medalla Presidencial de la Libertad, uno de los honores más altos que puede entregarse a ciudadanos civiles.
En el 2013, hace solo diez años, fue la Marshall de la Parada Puertorriqueña de Nueva York donde fue ovacionada durante toda la trayectoria por centenares de miles de personas que asisten a este importante evento y la reconocieron. Allí estaban honrándola las generaciones de la temprana década de los 50,’ y las nuevas del siglo 23.
Chita se había convertido desde sus comienzos artísticos en una leyenda y una estrella en un mundo donde no siempre se califica una vida como legendaria y ejemplo de las nuevas generaciones.
El Nueva York que conoció esta artista en la década de los 50 coincidió con una gran ola migratoria que buscaba mejores oportunidades y dejaban una isla empobrecida. Ya en 1948 el gobierno de Puerto Rico estableció la División de Migración del Departamento del Trabajo de esa nación caribeña con una oficina en la gran metrópoli para orientar a quienes llegaban en barco o en los primeros vuelos aéreos desde la Isla del Encanto que muchos abandonaban con tristeza.
Las familias recién llegadas se establecieron en el Lower East Side, Brooklyn, Bronx y el East Harlem y los puertorriqueños enfrentaron como ha sucedido en Connecticut y Massachusetts los problemas típicos de otros grupos migrantes tales como los afroamericanos, italianos e irlandeses: la discriminación racial, la pobreza, el idioma, y la difícil adaptación a la vida y costumbres de una nueva sociedad.
Sin embargo, los recién llegados traían una raíz cultural única que muchos identifican con la música y el baile además del Movimiento Nuyorican y el activismo en las luchas por los derechos civiles.
Las puertorriqueñas y sus esposo trabajaron de un modo arduo como costureras y obreros en fábricas, y en los barrios se multiplicaron las bodeguitas con productos de la Isla, espectáculos con artistas del Caribe, las celebraciones navideñas y los bailes tales como el cha-cha-cha, y la salsa.
Estanislao Delgado con su esposa Carmen fueron uno de esos pioneros inmigrantes de la Isla. Tani instaló un taller de ebanistería y carpintería especializada frente a lo que sería después el edificio de las Naciones Unidas, y más tarde instaló una bodeguita donde atendía con cortesía e incluso “fiaba” a los que llegaban al “barrio.”
Sus dos hijos, Luis y Rebecca, tuvieron el privilegio de estudiar en escuelas del Bronx, aprender inglés y exponerse a la cultura de los museos y bibliotecas de la gran metrópolis, una de las mayores del mundo. En esa familia el nombre de Chita Rivera era ya conocido como una pionera artística de la comunidad boricua y orgullo nacional.
Podemos ahora y retrospectivamente imaginar los obstáculos para una artista quien, a pesar de las barreras existentes en Nueva York, se abrió paso logrando colaborar con grandes talentos tales como Jerome Robbins, Leonard Bernstein, Bob Fosse, Gower Champion, Michael Kidd, Harold Prince, Jack Cole, Peter Gennaro y John Kander.
Como no recordar sus actuaciones en el escenario de Nueva York en “The Shoestring Revue,” en 1955, en la versión musical de “Seventh Heaven” también en 1955 donde el astro fue Ricardo Montalván, y en 1956 “Mr. Wondereful” donde actuó con el consagrado Sammy Davis Jr.
Pero otra barrera que Chita Rivera debió trasponer fue el trágico accidente de automóvil en 1988 que afectó seriamente su pierna derecha lesión permanente que puso a prueba la energía vital de la bailarina quien no podía participar en todos los ensayos y aun así se ofrecía el todo por el todo a las audiencias.
Aun así, Rivera ganó los codiciados premios Tony por su actuación en “The Rink” en 1984 y en 1993 “Kiss Of the Spider Woman.”
Esta última producción estaba basada en la novela del autor argentino Manuel Puig que ya había ganado un Oscar en 1985 como la mejor película.
Para críticos y directores de Broadway, la fuerza, espíritu, energía y arte de Chita Rivera dejaron y dejaran una huella indeleble en las artes constituyendo un ejemplo de resiliencia y talento.
A lo que el poeta chileno denominó “la poderosa muerte,” aleja de nosotros a una Chita Dolores de 91 años, pero sus logros constituyen un ejemplo inmortal para las nuevas generaciones.