El viernes 23 de septiembre del 2005 se conmemoró en Puerto Rico el aniversario 137 del Grito de Lares; fecha y lugar donde los que creen en la soberanía de Puerto Rico, se congregan para honrar la gesta libertaria.
Esa tarde al contestar mi celular, escuché una voz de angustia que me dijo, sin explicaciones: “¡Lo mataron!” “!Lo mataron!”
“¿Mataron a quién?”- pregunté.
De ahí se desarrolló un torbellino de información, rumores y verdades brutales. Varias llamadas de distintos puntos de la Isla siguieron a la primera expresando el dolor causado por el impacto de la bala asesina. Esa misma noche en Puerto Rico se organizaron manifestaciones que demostraban cuan hondo habían calado las acciones de los “federales” en la dignidad y el dolor de las familias puertorriqueñas. Esa noche esas expresiones se transformaron en protestas frente a la corte federal y frente a la entrada del Barrio Jaguitas, en Hormigueros.
Este planeado asesinato de Filiberto Ojeda Ríos, otro violento intento de destruir a los que creen en la independencia de Puerto Rico, ha sido una tentativa más de profanar la sensibilidad de la familia puertorriqueña. Ese infame golpe sacudió de su marasmo al país, desenmascarando nuestra deshonrosa relación con los dueños del yugo colonial.
Pero en su ignorante prepotencia y en su engreída percepción de dioses omnipotentes, se creyeron que a Filiberto Ojeda lo iba a doblegar una bala marcada por el miedo del imperio. Los puertorriqueños hastiados por los abusos, cansados de vivir arrodillados, humillados ante los malandrines locales y los explotadores extranjeros expresaron sus sentimientos. Los sicarios escondidos en la penumbra acechando como hienas sedientas asesinaron la poca credibilidad que tenían algunos ingenuos en la relación fraudulenta con el mayordomo del norte.
El señor de Naguabo que vivía en aquella humilde casa en Hormigueros era la estampa de la vergüenza. Filiberto o Don Luis, para los del barrio, era y es el sueño de lo que los puertorriqueños sueñan ser. El hombre sencillo, humilde y honesto, siempre vertical en sus acciones. El que defendió lo suyo con los pantalones en su sitio. El pitirre que derrotó al guaraguao, a pesar de sus años y de su fragilidad física.
Filiberto Ojeda era para efectos de la ley de los Estados Unidos un prófugo de la justicia. Lo habían acusado anteriormente, sin que lograran encontrarlo culpable. Luego fue acusado en Hartford, Connecticut de participar en el robo de la Wells Fargo y estando libre bajo fianza, rompió el grillete electrónico, dejándolo en las puertas de la corte federal en Hartford. Otro 23 de septiembre pero del 1990. Filiberto se fue a la clandestinidad hasta su asesinato en el 2005.
Filiberto era para los efectos de los Estados Unidos: “un hombre peligroso”, no quepa la menor duda. Tan peligroso era que se necesitaron cientos de hombres armados con las más sofisticadas armas de la elitista fuerza de seguridad estadounidenses para ultimarlo. Se necesitaron helicópteros y obscurecieron el área de Hormigueros para que la verdad fuera silenciada. Ante la resistencia de este señor de 72 años, con un marcapaso insertado en su corazón, de baja estatura y de poco peso esas fuerzas especializadas tuvieron que pedir refuerzos a Washington. Pero el FBI no estaba para transar, no estaba para arrestar a nadie. No hubo diálogo de clase alguna con los soberbios agentes federales. Sellaron el área y las comunicaciones. Ni médicos, ni abogados, ni los medios de comunicación, ni el Secretario de Justicia, ni el gobernador tenían acceso a la víctima o a la información. Los dueños del mundo cumplieron su misión de asesinar pero no pueden hablarle al mundo de justicia.
Mientras que Filiberto, el “enemigo extremadamente peligroso”, en el estruendo de su silencio llevó a cabo su misión revolucionaria, cumplió con su Patria adorada y se colocó como ejemplo entre los grandes de esta nación.
¡Filiberto! ¡Qué insignificantes se ven tus detractores!
El miedo a la verdad desenmascaró la verdad. La misión era ahogar a Filiberto, era pertinente callar una vez por todas a El Grito de Lares. Esa encomienda fue diseñada para intimidar al silencio a los que creen en la soberanía de mi pueblo.
Erraron una vez más. El Grito nunca se había escuchado tan alto. La sangre de Filiberto rompió las cadenas que nos atan al silencio. Y el pueblo de Puerto Rico se escuchó por todos lados.
Los que están prontos a condenar a Filiberto o a poner en entredicho sus hazañas les recuerdo que ni Jefferson, ni Adams, ni Washington son considerados terroristas o criminales, al contrario, esos son los héroes de la nación estadounidense. Esos son los que derramaron la sangre de los ingleses, esos son los que conspiraron en contra de la corona británica, los que quemaron, emboscaron y ejecutaron a los enemigos de la naciente nación. Esos son los padres de la patria estadounidense Los héroes de su revolución. Lo único que los nuestros no lo son porque viven en el sur del mundo.
Por eso el pueblo se desbordó en su despedida. Por eso fueron horas interminables las que pasaron la gente sencilla y los ejecutivos, compartiendo unos con otros para rendirle tributo en el Colegio de Abogados de Puerto Rico y en el Ateneo. Al día siguiente Filiberto tuvo el entierro más grande que se haya visto en Puerto Rico. El pueblo invadió la ruta de San Juan a Naguabo, en las aceras y en los bordes de las autopistas la gente rendía tributos a nuestro pitirre. Los niños salieron de las escuelas ondeando sus banderas de Puerto Rico a despedir al héroe. Los automovilistas se pararon paralizando el tránsito para decirle adiós al patriota. Los empleados de la comercializada zona bancaria de San Juan, levantaron el puño al paso del féretro demostrando donde estaba su conciencia.
Y veinticinco humildes pescadores de Vieques llegaron a Naguabo en sus embarcaciones para también rendirle honores.
El miedo a Filiberto por los esclavistas del norte es el miedo de aceptar que nuestra realidad fue en otra época la realidad de los otros. Los terroristas de ayer son los héroes nacionales hoy.
Los puertorriqueños ya están hartos de guardar silencio, están cansados de arrastrar cadenas, de oír mentiras.
Siguiendo el ejemplo romperemos el grillete que nos ata a la infamia.
Ahora nos falta salir del clandestinaje y decirle al mundo:
¡Basta Ya!
¡Entonces, como nuestro pitirre, volaremos libres!