Cuando nos sobreviene una grave enfermedad o cuando vemos sufrir a un ser querido se nos cruzan por la mente muchas preguntas: ¿Por qué Dios permitió esta enfermedad? ¿Acaso es un castigo? ¿Qué sentido tiene este sufrimiento? ¿Por qué a mí?
Lo primero que tenemos que aceptar es que los creyentes vivimos por fe. Nues-tro trabajo no es entender ni buscar las respuestas a todas nuestras preguntas, sino confiar en Dios. Las enfermedades y la muerte nos llegan a todos por igual, porque somos seres caídos que vivimos en un mundo quebrantado por el peca-do. El pecado es la raíz de todo el mal que vemos y experimentamos.
El tercer capítulo del libro del Génesis describe la entrada del pecado al mundo (Génesis 3:1-19). Dice la Biblia que cuando Adán y Eva pecaron cayeron de la gloria donde se encontraban para permanecer bajo justa ira de Dios. Es lo que conocemos como la Caída. Ellos habían disfrutado de la presencia y la comu-nión libre con Dios, pero cuando desobedecieron experimentaron el enorme su-frimiento de estar separados de Dios.
Por causa del pecado, Dios maldijo su creación. “A la mujer dijo: Multiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti. Y al hombre dijo: Por cuan-to obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.” (Gén. 3:16-17).
El pecado trajo dolor y sufrimiento a la humanidad. A partir de la Caída todos los nacemos con la mancha del pecado de Adán. El apóstol Pablo afirmó en Romanos 5:12: “Por medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte pasó a toda la humanidad, porque todos pecaron”.
Pero este no es el fin de la historia. La Biblia dice en Juan 3:16: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”. La confianza en Dios nos da paz en medio del sufrimiento. Nosotras sabemos que Jesús venció la muerte y el pecado. Él se levantó de la tumba y está sentado a la diestra de Dios. Y de nuevo vendrá con gloria a restaurar todas las cosas (Hech. 31:21).
Si Cristo no hubiera resucitado no tendríamos ninguna esperanza. Pero gracias a la resurrección de nuestro Señor, podemos soportar las aflicciones del tiempo presente con los ojos fijos en sus promesas. Pablo dice en Romanos 8:18: “Con-sidero que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser com-parados con la gloria que nos ha de ser revelada”.
Nuestras vidas están guardas sin caída para presentarnos sin mancha en Su gloriosa presencia con gran alegría (Jud. 24.) No existe enfermedad, dolencia ni aflicción que pueda robarnos la gloriosa esperanza que tenemos en Cristo. Y esta esperanza no es solo para el futuro cuando hallamos partido de este mun-do, sino para hoy.
Dios viene a sostenernos en nuestro lecho de enfermo hoy (Sal. 41:3). El Espíri-tu Santo nos preserva y nos hace perseverar en la fe hoy (1 Ped. 1:5). Él ora con gemidos indecibles por nosotros hoy (Rom. 8:26). La vara y el cayado de nues-tro buen Pastor nos infunden aliento hoy (Sal. 23:4. Cristo sabe cómo nos sen-timos porque ha experimentado el mismo sufrimiento, pero en una dimensión inmensamente mayor.
Nuestro llamado no es a buscar la razón de nuestros padecimientos, sino a con-fiar en Dios.
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