Por Aníbal Abreu
Aunque el titulo no lo dice, pero lo sugiere, se trata de la visita a un hogar de ancianos. En este caso, se trata de una instalación con dos edificios. El que está en la parte delantera es una residencia común donde viven personas mayores que por distintas circunstancias ya no pueden vivir donde lo hacían antes. En esta residencia, las personas que allí moran, cuentan con asistencia médica limitada, pero también con personas pagadas, que les ayudan en tareas que ya no pueden hacer.
Al comienzo de sus vidas en esas residencias, las personas envejecientes generalmente pueden salir a pasear, se pueden preparar algo de comer y hacen tareas menores. Quienes les ayudan, van paulatinamente reemplazándolas en las tareas de preparación de alimentos, de limpieza, etc. Pero llega un momento en que esas personas envejecientes apenas pueden valerse por sí mismas.
Es un proceso lento, pero seguro, mediante el cual, se comienzan a abandonar paulatinamente tareas básicas, como el aseo personal y eso se nota porque, a medida que se envejece, se produce un fenómeno de cambio de olores corporales, lo que obliga a tener que cambiarse y lavar la ropa con más frecuencia. Cuando el fenómeno comienza a manifestarse, se tienen fuerzas suficientes para hacerlo, pero, con el tiempo, se hace cada vez más “cuesta arriba” y de ahí la necesidad de contar con personal asistente.
Si, además, la salud empeora y la persona envejeciente ya definitivamente hasta tiene problemas para levantarse e ir al baño sin ayuda, entonces la trasladan al otro edificio, que es más hospital que residencia, aunque se le llame “hogar” y que, en algunos círculos se le conoce como “moridero” porque generalmente, quienes entran a vivir allí, solo salen cuando mueren. Es tremendo decir esas cosas de esta manera, pero esa es la realidad.
Al llegar frente a ese hogar, observas a una que otra persona sentada al sol, en un banco, quienes están en mejores condiciones, o en una silla de ruedas las que no pueden llegar solas hasta allí. A otro lado, una señora, también en una silla de ruedas empujada por dos mujeres que conversan entre ellas, a sabiendas de que quien esta en la silla, quizás ni las escucha y, en todo caso, probablemente es casi completamente ajena al mundo que le rodea.
Entras al lugar y lo primero que percibes es un olor característico, que no es propiamente hedor, pero resulta altamente ofensivo para quien lo recibe porque percibe que es algo que debe estar íntimamente vinculado con el final de vidas. Las vidas de quienes viven en aquel lugar, ya ni siquiera en contra de su voluntad porque ya no tienen ninguna y probablemente adivinan que no hay opciones. Eso les diferencia de quienes trabajan allí, que están obligados a permanecer durante 6, 8 o 10 horas, pero perciben un salario y su estadía no es por el tiempo que les queda de vida.
Una vez que entras, algo aturdido por el olor, tus ojos recorren los salones por donde cruzas cuando vas del pasillo principal al área donde esta la persona que visitas. En todos hay alguna persona sentada en una silla de ruedas, mirando al vacío, hacia abajo, o de frente, igualmente al vacío. Si intentas sonreír a alguna de esas personas que aparentemente te mira, te das cuenta no de que te ignoran, es que no están mirando realmente, sus ojos están perdidos en el infinito.
Pero no es cuestión de ponerte a entristecerte por ese triste cuadro; tu no conoces a esas personas y ellas ya no recuerdan a quien conocieron en el pasado. Reflexionando sobre ese punto, sigues tu camino hasta donde está quien te ha motivado para llegar hasta allí.
Luego de pasar por dos o tres despachos de recepción, buscan en un registro bregando con tantos nombres raros y te indican la habitación.
Cuando entras a la pequeña y muy oscura habitación, con mayor fuerza te golpea el olor porque, además, hace un calor asfixiante. “Al mal tiempo, buena cara”, saludas, te quitas el abrigo o el saco (cuando vas a visitar al alguien normalmente te engalanas), para poder comenzar a sentarte y secarte el sudor, al tiempo que le ruegas a tu olfato que resista.
Entonces comienza el casi monólogo pues a quien visitas está semi despierta y, en todo caso, fuerzas no tiene para entablar conversaciones. Escucha, asiente, hace algún corto comentario que evidencia que entiende de lo que hablas y dormita. Si hay una tercera persona presente, entonces con quien hablas realmente es con esa otra visita, exactamente como el caso de la señora de la silla de ruedas llevada por dos mujeres conversando entre ellas a la entrada del edificio.
En el caso que me ocupa, hubo un ingrediente más satisfactorio y es que llevé bizcochos y durante el tiempo que los comía, mi visitada visiblemente animada, se prestó de buen grado a la conversación. Hasta que terminó de comerlos. Entonces regresó a su estado de postración y poco a poco comenzó a alejarse a través del sueño. Cuando me paré para marcharme, medio despertó con una expresión de que lo importante para ella era poder seguir descansando sin visitas o, al menos, sin visitas muy largas. Y si las había, mejor si incluían bizcochos.