Todo el mundo debe poder vivir en un barrio lleno de vida, seguro, y con acceso a buenas escuelas. Esto parece algo obvio, pero en Connecticut esto dista mucho de ser una realidad. La geografía en general, y las fronteras entre municipios en particular, dictan en qué clase de comunidad vivimos.
En un extremo tenemos esos suburbios ricos a las afueras de las ciudades. Sitios como Greenwich, Darien, Woodbridge, Guilford; pueblos ricos, sin crimen ni inseguridad, con unos colegios impecables y una calidad de vida espléndida. En el otro tenemos las ciudades como Bridgeport, Waterbury o New Haven donde hay mucha más pobreza, mucho más crimen, y las escuelas parecen andar eternamente escasas de dinero y personal.
Mudarse a una de esas comunidades acomodadas es muy, muy, muy difícil, porque simplemente no dejan entrar a casi nadie. No es que sean clubs exclusivos con rejas y guardias en las entradas, se entiende, sino que comprar o alquilar una vivienda en ellas es muy caro. Las normas de urbanismo sólo permiten construir casas unifamiliares en parcelas enormes, así que no hay apartamentos o condominios que pueda pagar una familia trabajadora normal. Los ayuntamientos, además, hacen todo lo posible para bloquear cualquier proyecto de construir nada en ellas, desde prohibiciones por “motivos medioambientales” a litigar todo lo que tenga más de dos plantas como posesos. El resultado es que las mejores escuelas y los barrios más tranquilos están cerrados para todo aquel que no tenga una cuenta de ahorros bien abultada.
Durante años, muchos legisladores y activistas han trabajado para intentar que estos suburbios tan elitistas construyan más viviendas asequibles. El problema es que estos suburbios tan ricos tienen mucho poder político, así que o bien las leyes nunca llegan a aprobarse, o bien incluyen excepciones y agujeros que les permiten escabullirse de ellas. Entre eso, y que tienen mucho dinero para abogados, tenemos un estado donde la vivienda es muy cara, no construimos vivienda nueva, y los mayores culpables de este desaguisado siguen insistiendo en segregar el estado según renta y clase social.
Aunque solucionar este bloqueo es necesario, mi sospecha es que esta estrategia es políticamente un camino que no va a dar resultados a corto o medio plazo. Si queremos mejorar la situación de las ciudades, y la gente de nuestra comunidad que vive en barrios con problemas, debemos arreglar las ciudades directamente.
Y si los suburbios no quieren construir vivienda, tendrán que ser las ciudades quienes lo hagan.
Empecemos por lo básico: hay sitio de sobras. Hartford, en los años cincuenta, tenía 50.000 habitantes más que ahora; New Haven 30.000, Bridgeport 20.000. Todas las ciudades del estado tienen gran cantidad de edificios abandonados, fábricas vacías, y solares llenos de escombros y matojos sin uso alguno. Más que perseguir suburbios recalcitrantes, el estado debería expropiarlos, limpiarlos, y venderlos a alguien que quiera hacer algo útil con ellos, sea viviendas, sea oficinas, sea lo que sea, creando barrios densos, agradables, y con gente de todos los niveles de renta viviendo juntos.
Por ejemplo: en New Haven tenemos English Station, una gigantesca central eléctrica que lleva treinta años abandonada. Está en una isla al lado del puerto, en un sitio bien bonito, pero los terrenos están contaminados con toda clase de metales pesados. La eléctrica lleva décadas en los tribunales intentando evitar pagar por su limpieza; sólo queda un edificio en ruinas. Lo más lógico, en este caso, sería simplemente que el estado se hiciera cargo de los terrenos y construyera un montón de pisos, tiendas, oficinas y restaurantes con vistas al mar. Sólo con lo que recaudaría por impuestos recuperaría el dinero.
Nuestras ciudades están plagadas de solares parecidos, sin uso productivo alguno. Invertir en arreglarlos permitiría atraer más gente a ellas sin desplazar a nadie en la comunidad, generando recursos suficientes para financiar nuestras escuelas, policía, y servicios. Y por supuesto, podemos obligar por ley a que un porcentaje de toda nueva construcción fuera vivienda social.
Construir estas viviendas crearía buenos empleos, haría crecer nuestra economía, y daría nuevas oportunidades a las comunidades que menos tienen. Y lo mejor, podemos hacerlo ahora, sin depender de la “bondad” de aquellos que no quieren construir más.