Algo maravilloso sucede cuando damos gracias.
Lucas narra en su evangelio que mientras Jesús iba camino a Jerusalén, entró a una aldea “y le salieron al encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia, y alzaron la voz, diciendo: ¡Jesús, Maestro! ¡Ten misericordia de nosotros! Cuando Él los vio, les dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y sucedió que mientras iban, quedaron limpios. Entonces uno de ellos, al ver que había sido sanado, se volvió glorificando a Dios en alta voz. Y cayó sobre su rostro a los pies de Jesús, dándole gracias; y este era samaritano. Respondiendo Jesús, dijo: ¿No fueron diez los que quedaron limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están? ¿No hubo ninguno que regresara a dar gloria a Dios, excepto este extranjero?” (Lucas. 17:11-18).
Este pasaje ilustra la actitud ingrata de la mayoría de los seres humanos. Eran diez hombres aislados por su condición de salud. En aquella época la lepra era una enfermedad contagiosa y no tenía cura. Las personas que la padecían vivían en cuevas fuera de la ciudad. Los leprosos, además de soportar el aislamiento, sufrían una muerte lenta y extremadamente dolorosa.
Sin embargo, aquellos diez leprosos experimentaron una curación milagrosa. En su gracia e infinita misericordia, Jesús les ordenó presentarse ante al sacerdote para que los declarará limpios de la peste y los reinsertara a la sociedad. Mientras iban, quedaron físicamente sanos. Fue una curación inmediata; y ocurrió enseguida que ellos obedecieron la orden del Señor.
Nueve de los leprosos corrieron en busca de la aprobación del sacerdote para recibir su certificado de sanidad y volver a ser aceptados por sus familiares y amigos, olvidándose de dar gracias. Solo uno de ellos se volvió hacia Jesús para reconocer su bondad y ofrecerle gratitud. Era un samaritano y, aunque también deseaba retomar su vida, prefirió dar gracias a Dios primero.
Los diez leprosos recibieron salud física, una dádiva temporal; el samaritano recibió además la salvación de su alma, una dádiva eterna.
Debemos dar gracias a Dios, porque es un mandato. El apóstol Pablo enseñó: “Den gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para ustedes en Cristo Jesús” (1 Tes. 5:18).
Todo lo que Dios ordena en Su Palabra es para nuestro bien y para Su gloria. Cuando damos gracias a Dios en toda circunstancia, limpiamos nuestro corazón del horrible pecado de orgullo y reconocemos nuestra total dependencia de Él.
Debemos dar gracias a Dios, porque todo lo que tenemos y disfrutamos es por Su gracia inmerecida. “Pues de su plenitud todos hemos recibido, y gracia sobre gracia” (Jn.1:16).
Nunca es tarde para expresar agradecimiento. Agradece a Dios por Cristo Jesús, por el perdón de tus pecados y por el regalo de su salvación. Da gracias por sus misericordias, que son nuevas cada mañana; por tu familia y amigos, por tu plato de comida, por tu trabajo, por el cielo, por las aves, por las flores, por la vida.
“Dad gracias al SEÑOR porque Él es bueno, porque para siempre es su misericordia” (Salmos 136:1).
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