Connecticut necesita más viviendas asequibles. A estas alturas, no creo que nadie, sea de izquierdas o derechas, vaya a contradecir esta afirmación. Los datos son bastante claros en este aspecto: casi la mitad de gente que vive en alquiler en nuestro estado paga más de un 30% de sus ingresos. Comprar es aún más difícil; no solo los precios se han disparado sino que además los tipos de interés han puesto las hipotecas por las nubes.
El motivo principal detrás de estos precios desorbitados es que no estamos construyendo vivienda. De hecho, somos unos de los estados que menos construye: ocupamos el puesto número 49 en el ranking de licencias de obra, solo por delante de Rhode Island. Dado que somos un estado bonito, agradable, seguro y con colegios excelentes, mucha gente quiere mudarse aquí. La falta de oferta, sin embargo, ha provocado que suban los precios.
Existe hoy un consenso que necesitamos construir más viviendas para que la economía crezca. Si vamos a crear empleo, necesitamos lugares donde los trabajadores puedan vivir, y más aún si no queremos que estos se dejen todo su sueldo pagando alquileres fuera de control. La explicación de que esto no suceda deriva de los peculiares incentivos institucionales de nuestro estado.
Los municipios en Connecticut dependen de un impuesto para pagar sus facturas: el impuesto sobre la propiedad. Este tributo tiene muchas virtudes (es difícil de evadir, su recaudación es muy estable), pero tiene el problema que genera unos incentivos perversos en nuestro mercado de vivienda.
Si un ayuntamiento quiere recaudar mucho dinero con este impuesto, lo que necesita es tener viviendas y edificios que sean muy caros. Puestos a pedir, es preferible además que sean pocos, ya que así tienen que proveer servicios a menos gente. Eso significa que los municipios prefieren tener viviendas muy grandes en parcelas gigantescas, ya que eso sube su precio de forma considerable. Cuanto mayor sea el precio medio de esas casas, menor será la tasa del impuesto de propiedad. Un pueblo donde casi todas sus viviendas son mansiones podrá ofrecer servicios muy buenos cobrando un impuesto muy reducido, el mejor de los mundos posibles tanto para políticos como residentes.
La clave del asunto es que los mismos ayuntamientos son los que deciden qué clase de desarrollo urbano van a tener en su término municipal. Con esta lógica en mente, establecen tamaños de parcelas mínimas enormes y autorizan la construcción de muy pocas viviendas, porque si la oferta es menor que la demanda los precios van a subir. Esto es lo que vemos en muchos de los suburbios acomodados del estado, como Greenwich, Fairfield, Avon o Woodbridge: una estrategia de escasez artificial con el objetivo de mantener los precios de la propiedad elevados.
El problema, claro está, es que cuando todo el mundo en el estado actúa de esta manera acabamos no construyendo suficientes casas en ningún sitio. Para empeorar las cosas, las ciudades y suburbios más urbanizados y densos no pueden recurrir a esta estrategia, así que acaban con la combinación opuesta de precios (relativamente) bajos e impuestos a la propiedad muy elevados. Este es el origen de la enorme segregación económica y racial que tenemos en nuestro estado. Y es también, uno de los principales motivos de nuestro persistente estancamiento económico.
Hay una solución obvia: ponernos todos de acuerdo para construir más vivienda. Esto querrá decir tanto invertir más en nuestras ciudades para construir nuevos edificios para acomodar nuevos residentes y evitar la gentrificación, como sobre todo hacer que estos suburbios que viven de proteger sus altísimos precios acomoden a más gente. Esto puede hacerse aprobando legislación que permita construir más vivienda en los lugares donde es más necesario tiene sentido, como por ejemplo cerca de estaciones de tren, o asignando una cuota de nueva construcción a cada municipio que, de incumplirse, daría paso a una relajación forzosa de las barreras que utilizan para evitar nueva vivienda.
El problema principal de Connecticut ahora mismo es que tenemos un sistema que hace que lo racional sea no construir. Es hora de cambiar esos incentivos. Nuestra economía, y nuestros alquileres, dependen de ello.