El seis de enero del 2021 representa un punto de inflexión en la política de Estados Unidos. Ese día, hará casi un año, una muchedumbre enfurecida asaltaba el Capitolio, animados por el mismo presidente, con la intención de evitar que los legisladores certificaran su derrota.
Durante estos últimos meses hemos ido descubriendo más detalles de lo que sucedió el día de Reyes, y de todas las maniobras, estratagemas y planes del presidente Trump y sus secuaces para invalidar unas elecciones válidas inventándose toda clase de conspiraciones y fraude. Es necesario recalcar, sin embargo, el punto central de esos sucesos, porque es fácil olvidarse de ello: por primera vez desde los oscuros días de la guerra civil, el bando perdedor de las elecciones presidenciales rechazó aceptar los resultados e intentó mantenerse en el poder por todos los medios posibles, incluyendo la violencia.
Para aquellos que venimos de países con una historia de inestabilidad y regímenes fallidos, esta clase de sucesos tiene un aire familiar. Eso de que alguien no acepte las reglas del juego, rechace reconocer su derrota en las urnas e intente mantenerse el poder por las bravas tiene un nombre; le llamamos golpe de estado.
Y eso es exactamente lo que Donald J. Trump intentó cometer ese seis de enero.
Es fácil ver y leer todos los planes, maniobras y fantasías de la camarilla de bufones, payasos, matones y buscavidas que rodearon al presidente ese día y creer que todo era una farsa. Es fácil mofarse sobre el hecho de que un tipo que ha hecho su fortuna vendiendo cojines en televisión fuera el mayor portavoz y adalid de las conspiraciones más alocadas sobre fraude electoral. Es fácil señalar lo absurdo y ridículo de los planes, el cinismo de sus excusas legales y el hecho de que uno de los asaltantes del congreso fuera vestido de bisonte. Pero ser torpe, ridículo, y un tanto cutre nunca debería servir a nadie para exculpar un delito – y sabe Dios cuantos golpistas con uniformes extravagantes y planes estrafalarios que nadie se tomaba en serio han acabo por derrocar democracias ahí fuera.
Trump, por supuesto, fracasó, pero esto no quiere decir, sin embargo, que el peligro haya terminado. Es más, el expresidente y sus secuaces están trabajando activamente para volverlo a intentar el 2024 y volver al poder, digan lo que digan las urnas.
El partido republicano, en los estados que controla, está sacando adelante leyes que hacen más difícil ejercer el derecho a voto y dan a políticos el poder de rechazar lo que digan las urnas. Lo están haciendo a base de nombrar o escoger autoridades electorales abiertamente partidistas y creando excusas legales para que los legislativos estatales puedan invalidar unas elecciones y declarar ganador a quien les apetezca. La crisis constitucional del 2020 puede que fuera un preludio de algo mucho, mucho peor.
El congreso de los Estados Unidos puede, en teoría, poner orden, y aprobar legislación que garantice que los estados respeten la voz de las urnas. También pueden cambiar el procedimiento por el que se certifica el ganador de las elecciones, eliminando la posibilidad de que el congreso pueda declarar el ganador de forma unilateral.
Eso requiere aprobar legislación, pero el congreso no parece estar de humor para ello.
Aunque el partido demócrata tiene mayoría en ambas cámaras y sus líderes quieren proteger el derecho a voto, una minoría de senadores insiste que sólo lo harán con el apoyo de los republicanos – el mismo partido que está intentando subvertir activamente el sistema electoral. Se escudan en motivos de procedimiento, con un requisito de supermayorías arbitrarias para sacar adelante legislación. En la práctica, lo que están haciendo es ver que la democracia corre peligro, y decidir que eso no les parece un problema urgente.
El problema es que no es que sea urgente – es que es una emergencia. O el congreso actúa, o lo que vimos el día de Reyes se repetirá de aquí tres años y esta vez tendrán los instrumentos para que el golpe de estado consiga sus objetivos.
Parece mentira que un partido político haya visto un golpe de estado y decida no hacer nada para proteger la democracia de un segundo intento, pero en esas estamos.