En el verano de 1944, un joven Martin Luther King se subió en un tren desde Atlanta hasta Hartford. Su destino era una granja de tabaco en Simsbury, a las afueras de la ciudad, donde trabajaría varios meses intentando ahorrar dinero para la universidad. Aunque tenía quince años entonces, MLK no tardó en darse cuenta de que Connecticut era un lugar muy distinto a ese sur racista y segregado donde había crecido. En cartas a su familia, escribía entusiasmado sobre cómo podía compartir iglesia con feligreses blancos y comer en los mejores restaurantes de la ciudad. En su autobiografía, King hablaría sobre cómo sus veranos en Nueva Inglaterra cambiaron su forma de ver el mundo y le inspiraron en su lucha por la justicia.
Hace dos años, las buenas gentes de Simsbury decidieron honrar la memoria de MLK aprobando en referéndum comprar la granja donde pasó ese verano. Casi un tercio del terreno se mantendría para el cultivo, el resto se convertiría en un parque, con dos acres dedicados específicamente a contar la historia de ese lugar.
En esta bonita historia, sin embargo, hay un par de detalles que merecen ser contados. Hará cosa de veinte años, una inmobiliaria compró esos terrenos con la intención de construir 300 viviendas. Un puñado de vecinos de Simsbury, como sucede habitualmente en este estado, se opuso al proyecto, que se vio envuelto en pleitos, burocracia, comités revisando informes y el habitual marasmo de trabas y excusas (tráfico, contaminación, fertilizantes, aguas fecales, cloacas, escuelas) para intentar bloquearlo. En medio de toda esta batalla legal, alguien encontró un legajo de papeles documentando la historia de MLK, añadiendo la “preservación histórica” a la lista de pretextos para impedir su construcción.
Fue el argumento ganador. Tras dos décadas y dos millones y medio de dispendio para comprar los terrenos, Simsbury iba a honrar al gran héroe de los derechos civiles bloqueando la construcción de viviendas. El 95% de los habitantes de este próspero, encantador suburbio de Hartford son blancos; un 1% son negros.
En cierto sentido, no hay nada como honrar al hombre que más hizo para terminar con la segregación racial en Estados Unidos manteniendo un municipio firmemente segregado. Simsbury se suma a una larga tradición de pueblos de Connecticut que se han gastado enormes cantidades del dinero de sus contribuyentes para asegurarse que nadie pueda construir viviendas, no sea que se muden a ellas la gente equivocada. Orange y Woodbridge, no hace demasiado, compraron campos de golf para “preservarlos” para el futuro. Darien “invirtió” 85 millones de dólares para comprar una isla privada.
En la mayoría de los casos, los suburbios ricos del estado no tienen que recurrir a esta clase de dispendios para mantener a las clases medias o (dicho con cara de asco) los pobres fuera de su término municipal. Les basta, primero, usar las regulaciones urbanísticas para hacer que sea imposible construir nada remotamente asequible (parcelas de un acre, mínimos de aparcamiento). Si algún inversor inconsciente decide intentar construir algo, es entonces cuando intentarán sepultar el proyecto entre pleitos, trabas burocráticas y comités absurdos hasta que se den por vencidos y abandonen el proyecto.
El resultado es conocido: tenemos un estado donde se construye muy poca vivienda. La poca que se construye es increíblemente cara (porque no hay oferta), y la poca que es medio asequible está en las ciudades, no en esos suburbios blancos, ricos, e increíblemente segregados. Si estás buscando uno de los motivos por el que Connecticut es tan caro y tan increíblemente desigual, aquí lo tenéis.
La buena noticia es que este es un problema que tiene una solución sencilla y que no cuesta dinero: construir más vivienda. Cualquier tipo de vivienda, en cualquier lugar donde haya demanda. Vivienda asequible, en todos los formatos posibles (apartamentos, casas pareadas, lo que sea) y vivienda cara para quienes puedan pagarla. Sólo así podremos reducir la enorme segregación racial y económica en nuestro estado.
En 1944, MLK se maravillaba de poder ir donde quisiera, participar en cualquier evento, comer en cualquier restaurante en el estado. Resulta irónico que, décadas después, lo de “vivir donde quieras” siga siendo algo fuera de nuestro alcance.
Celebrando el legado de MLK, dicen. En fin.