¿Quién no ha tenido un desacuerdo? ¿Cuántos de nosotros no hemos estado a punto de perder una amistad por una discusión? Es probable que más tarde, con la mente fría, nos demos cuenta de que nos hemos tomado sus palabras a la tremenda. Las hemos asumido como un ataque personal, como si el mero hecho de discrepar implicara que el otro se ha convertido en nuestro enemigo más acérrimo.
Las discrepancias no son negativas. Lo negativo es no saber discrepar. Atacar al que piensa diferente. Excluir al que disiente. Cerrarse a los argumentos solo porque ponen en entredicho aquello en lo que creemos.
En cambio, el diálogo socrático promueve un debate respetuoso entre dos personas que usan argumentos convincentes que promueven la reflexión y el razonamiento para alcanzar una respuesta lo más certera o válida posible. Ambas personas tienen la posibilidad de practicar el arte de discrepar. Abiertamente.
Sin embargo, ni somos Sócrates ni estamos en la Atenas clásica. Vivimos en una sociedad cada vez más polarizada donde se ataca más a las personas que a sus argumentos con el objetivo de imponer una verdad que coarta el pensamiento crítico. Así, no es extraño que las discusiones degeneren rápidamente cayendo en los insultos y ataques personales.
Las emociones son un gran escollo para discrepar de manera respetuosa. Cuando las palabras sobrevuelan el aire cual dardos teledirigidos se clavan en nuestro cerebro reptiliano, incluso antes de ser plenamente conscientes de su significado. Entonces las emociones toman el mando y la razón se apaga.
Todos estamos llenos de contradicciones. Necesitamos el contacto con los demás, así como cierto grado de aprobación y validación social. Necesitamos sentir que formamos parte del grupo. Sin embargo, también necesitamos sentirnos únicos y diferentes. Por eso experimentamos la necesidad de discrepar. Nos autoafirmamos a través de las diferencias, ya sea de manera literal o simbólica.
El ensayista Paul Graham determinó una serie de niveles de discrepancia que pueden guiarnos en el camino hacia una disensión respetuosa, permitiéndonos además detectar a las personas que no nos respetan en ese intercambio de ideas.
- Insultos. Es la forma más baja de desacuerdo, y probablemente la más común. En este caso, no hay racionalidad ni argumento porque la disensión se basa en el insulto. Ni siquiera se presta atención a la idea, sino que se pasa a los insultos directamente de manera grosera, rompiendo así cualquier posibilidad de diálogo.
- Falacia ad hominem. Se trata de una disensión en la que no se aportan razones de peso, sino que se ataca directamente a la persona por ser quién es o por sus actos, que son completamente irrelevantes para el caso. En práctica, en vez de rebatir los argumentos, quien recurre a la falacia ad hominen se limita a decir que la otra persona carece de autoridad porque no se mueve en círculos respetables o ha consumido drogas, por ejemplo.
- Respuesta al tono. En este caso, no se ataca el argumento, sino el tono que ha usado la otra persona. En vez de indicar el error en el razonamiento contrario, la persona se limita a atacar el tono arrogante, frívolo o iracundo. Por tanto, la idea central no es refutada, sino que el ataque se dirige a las formas.
- Contradicción. En este nivel de discrepancia, finalmente se deja de atacar a la persona para centrarse en la idea objeto de debate. Sin embargo, el argumento en contra se limita a presentar una idea opuesta con escasa o nula justificación. En práctica, la persona se limita a decir lo contrario, pero sin brindar prueba alguna que respalde su afirmación.
- Contraargumento. Es la primera forma convincente de desacuerdo que realmente intenta probar algo. El problema es que el contraargumento suele ser una contradicción más que un razonamiento en sí mismo ya que generalmente versa sobre un asunto diferente. Por ejemplo, ante la idea de que “los niños necesitan juguetes para desarrollar sus habilidades” un contraargumento indicará que “lo más importante es el amor, la atención y los cuidados que reciban los niños”. En este caso, aunque el contraargumento sea cierto, no refuta la idea primaria.
- Refutación. La forma más convincente de desacuerdo es la refutación, aunque también es la más rara, porque demanda un mayor trabajo intelectual. En este caso, se parte de los propios argumentos del otro para explicarle por qué está equivocado o por qué su tesis no se sostiene. Consiste en hallar el error en una argumentación y explicar el mismo usando datos, brindando razones o recurriendo a pruebas.
En cualquier caso, para practicar el arte de discrepar con éxito, es importante que nos centremos en refutar el punto central, evitando irnos por las ramas para no caer en discusiones inútiles e intrascendentes. Una vez que detectemos la idea central sobre la cual gira la discusión, debemos buscar argumentos sólidos que la refuten.
A fin de cuentas, discrepar proviene del vocablo “discrepāre”, que significa sonar de otra forma u opinar de manera diferente. No implica tener razón o estar en posesión de la verdad, sino tan solo presentar un punto de vista diferente que puede arrojar una perspectiva distinta sobre las cuestiones complejas del mundo.
Referencias:
Domínguez, J. F. et. Al. (2015) Why Do Some Find it Hard to Disagree? An fMRI Study. Front Hum Neurosci; 9: 718.
Graham, P. (2008) Cómo discrepar. En: paulgraham.es.