“Levanto la vista hacia las montañas; ¿viene de allí mi ayuda? ¡Mi ayuda viene del Señor, quien hizo el cielo y la tierra!” (Salmos 121:1,2 NTV).
Pedir ayuda no siempre es fácil. Tal vez en algún momento de tu vida has preguntado a un amigo o familiar: “¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué no me pediste ayuda?” O quizá en algún momento fuiste tú la persona que necesitó ayuda y no la pidió, y ahora te preguntas el por qué no diste ese paso.
Ir a la consulta de un terapeuta para buscar apoyo no es sencillo, supone desnudar partes de ti mismo que te avergüenzan o no comprendes. Sin embargo, para muchas personas tampoco es fácil recurrir a su propio entorno, ni siquiera para pedir un favor.
Sentirte incomprendido, no molestar o el miedo a la reacción del otro; críticas, enfados, juicios…, son razones habituales que impiden pedir ayuda a los demás. No es fácil expresar una dificultad, pero menos aun, cuando sientes que nadie va a escucharte o que van a hacer un juicio negativo sobre ti.
Asociar el hecho de necesitar ayuda con un signo de debilidad o cobardía también es frecuente. Sin embargo, implica precisamente lo opuesto.
¡Pedir ayuda es de valientes! Ser consciente de tus potenciales, “flaquezas” o “puntos débiles” entre comillas, no es tan fácil como parece, y requiere cierto nivel de autocrítica. Pero, además, para ser capaz de verbalizarlo y decirlo en voz alta; para eso, hace falta valor.
Si bien es cierto, no es fácil encontrar personas por las que sentirse escuchado y comprendido, pero, reflexionemos un segundo: ¿de verdad no hay ninguna persona dispuesta a escucharte o con la que pudieras compartir tus problemas?
Puede ocurrir en el ámbito laboral, sentimental o familiar. Atravesamos un momento complicado o una situación que nos está siendo difícil de gestionar: al tratar de solventarlo por uno mismo, invertimos mucha energía mental y emocional.
Además, sentirse incapaz de solventar el problema por uno mismo genera una sensación de impotencia o incapacidad y, con frecuencia, un juicio hacia nosotros mismos. Todo ello hace que la situación se vuelva aún más frustrante, y añade una presión extra que te bloquea o te genera aún más estrés emocional.
¿Cuál es el problema de esto? Que cuando el estrés llega a cierto límite, la capacidad de resolución de problemas se reduce. Gestionar la situación consume cada vez más energía y nos agota. Desde esa posición la carga que acarreamos parece cada vez más grande.
Así el problema se convierte en un bucle del que parece imposible salir, hasta que algo hace que explotemos o nos rompamos. Desemboca en ansiedad, tristeza, depresión, búsqueda de vías de escape alternativas poco saludables, mentiras, explosiones emocionales, etc.
Reconocer nuestras limitaciones supone hacernos cargo de nosotros mismos, teniendo presente que no poseemos todas las respuestas, no disponemos de la verdad absoluta, ni somos capaces de autogestionarnos sin ninguna ayuda.
Nuestra naturaleza está diseñada para la cooperación, ya que dependemos totalmente de las personas que nos rodean, es inevitable, es una realidad que no podemos obviar. Y pensar lo contrario, supone aislarse de toda realidad.
Aprender a pedir ayuda cuando se necesita es un acto de humildad y valentía, reconociendo el hecho de que disponemos de herramientas que nos hacen aumentar nuestras posibilidades y acciones, en nuestros objetivos y en nuestras dificultades.
Cuando pedimos ayuda también estamos dando un voto de confianza a la otra persona, rompiendo así con los prejuicios que tenemos. Fortalecemos vínculos y nos quitamos la coraza del orgullo y la arrogancia que forman parte de la victimización, creyendo que no podemos confiar en nadie o estamos solos.
Cuando pedimos ayuda a alguien, estamos reconociendo a su vez que nadie es más que nadie. Ni cuando nosotros ayudamos estamos por encima de nadie, ni cuando nos ayudan estamos por debajo. Obtener ayuda no es un acto que resulte humillante, ni conlleva rebajarse ante nadie.
El reconocimiento de que existen circunstancias en las que necesitamos que alguien nos acompañe, y nos ayude a afrontar nuestras dificultades; nos hace más humanos, más cercanos a las demás personas. Pedir ayuda nos hace más honestos, para cuando seamos nosotros los que tenemos que ayudar a alguien.
Pedir ayuda no tiene nada que ver con el fracaso, tampoco con la dependencia ni con la inferioridad. Pedir ayuda tiene más que ver con el reconocimiento de las propias limitaciones, la humildad y la valentía. Preparándonos para afrontar y resolver nuestros prejuicios que nos hacen desconfiar de los demás.
Atrévete a pedir ayuda, confía en las personas que te ofrezcan su ayuda desinteresadamente. Hay muchas personas a tu alrededor dispuestas a ayudarte cuando lo necesites. Tenlas en consideración, dales la oportunidad de que te demuestren que realmente están contigo.
Es mejor pedir ayuda que pedir auxilio. No es necesario dejar que las cosas lleguen al límite. No tienes por qué esperar a que la olla exprés explote. Se puede apagar el fuego. Si no sabes cómo hacerlo, mira a tu alrededor; siempre habrá alguna persona o profesional con una mano extendida para ayudarte.
Para concluir, te recuerdo que la ayuda principal y la más grande viene de Dios, y aunque quizá muchos pueden darte la espalda, el Señor siempre está dispuesto a ayudarte. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mateo 7:7-8 RVR1960).