Una de las mentiras más persistentes en los últimos años es esta idea de que salvar el planeta cuesta dinero. Dejando de lado el pequeño detalle de que el dinero de poco nos va a servir si destruimos el planeta donde vivimos, la insistencia de algunos en decir que cualquier medida medioambiental es cara no es sólo peligrosa, sino completamente errónea.
Empecemos por el principio, la energía. El calentamiento global es causado por emisiones de dióxido de carbono que mandamos a la atmósfera. Estas emisiones se producen cuando hacemos alguna actividad (habitualmente, quemar petróleo o gas) para producir energía, sea para generar electricidad, sea para poner cosas en movimiento (automóviles, aviones), sea para crear productos. Dado que la revolución industrial y todo lo que vino después es la historia de cómo la humanidad descubre maneras de producir más energía para fabricar más cosas, parece intuitivo pensar que no podemos seguir creciendo sin aumentar nuestro consumo energético, y, por lo tanto, generar más contaminación.
Basta mirar los datos en años recientes para ver que esta idea es errónea. Para empezar, tenemos tecnología de sobras, ahora mismo, para generar más energía sin emitir CO2. Durante la última década, el coste de producir electricidad utilizando energía solar o eólica ha caído en picado, hasta el punto de que ahora mismo es más barato construir una central solar que una de gas.
Avances recientes, además, eliminan el gran inconveniente de las renovables, su dependencia del sol y el viento. Las baterías para almacenar electricidad a gran escala han caído de precio en años recientes, y están siendo utilizados de forma intensiva en California y otros estados. Si a eso le sumamos la posibilidad de utilizar otras fuentes de energía con cero emisiones, como centrales hidroeléctricas o nucleares, es perfectamente posible tener un sistema eléctrico que no genere ni gota de C02, más allá de picos puntuales.
Lo interesante, además, es que desde hace ya bastante tiempo la economía de los países desarrollados sigue creciendo mientras disminuye su consumo de energía. Dado que el petróleo y electricidad son caros, llevamos mucho tiempo descubriendo maneras de hacer más con menos; tenemos casas, automóviles y fábricas cada vez más eficientes. Sabemos, además, que podemos reducir el consumo mucho más sin sacrificar nuestro bienestar en absoluto. Europa está llena de países tan ricos como Estados Unidos, pero con un consumo energético por cápita que es una fracción del nuestro – y generando electricidad de manera mucho más limpia que nosotros.
Dicho en otras palabras: no hay nada, desde el punto de vista técnico o económico, que nos impida vivir en un país donde nuestra electricidad sea mucho más barata, utilicemos menos que ahora, y además sea mucho más limpia. La pregunta es por qué esto no es así. Y la respuesta, tristemente, es que es una decisión política.
Lo que sucede en Estados Unidos es que nuestro sector energético está dominado por una serie de empresas gigantes que ganan dinero extrayendo combustibles fósiles del suelo y quemándolos para producir energía. Estas empresas han invertido mucho dinero en crear una infraestructura enorme para hacer esto. El problema es que esa infraestructura está obsoleta: es cara, ineficiente y tiene el pernicioso efecto secundario de destruir el planeta.
Dado que estas empresas no pueden competir con las renovables directamente ni reducir emisiones nocivas, lo que hacen es ir a llorar a los políticos para que les protejan el negocio por un lado, y dedicarse a montar enormes campañas de publicidad para convencernos sobre lo imprescindibles que son. Lo que vemos, entonces, son enormes subvenciones a estas industrias obsoletas, una negativa radical por parte de muchos políticos a hacer nada que reduzca nuestras emisiones y consumo energético, y un planeta al borde de una crisis ecológica sin precedentes, a pesar de que tenemos herramientas de sobras para evitar el desastre.
Por suerte, arreglar este problema no es cuestión de dinero, sino de leyes y política. Podemos hacer las cosas mejor y pagar menos por nuestra energía, siempre que adoptemos las medidas legales y regulatorias necesarias para acelerar esta transición como han hecho en otros países.
El problema, claro está, es que a veces reformar leyes es más difícil que gastar dinero. Pero eso lo dejamos para otro día.