Por Roger Senserrich
Communications Director
Working Families Party, Connecticut
La declaración de independencia de los Estados Unidos es un documento venerado por buenos motivos. Cada una de las palabras en los ajados pergaminos en los archivos nacionales de Washington es un extraordinario paso adelante. Esas palabras reflejan el nacimiento no sólo de una nueva nación, sino de un nuevo modelo de gobierno basado en leyes y en la voluntad de sus ciudadanos.
La realidad histórica, la enorme relevancia de la declaración de independencia, hace aún más importante que la leamos con atención. Es fácil leer las bellas, inmortales palabras que abren el documento (“sostenemos como evidentes estas verdades, que todos los hombres son creados iguales…”) y maravillarse ante el poder de esas ideas y la profunda revolución filosófica que llevaban detrás. Pero no podemos olvidar que estamos ante un documento político, no sólo un manifiesto de valores, y esas ideas y principios del prólogo se ven matizadas tanto en la misma declaración como en el contexto histórico en que fueron escritas.
Releer la declaración de independencia de principio a fin es un ejercicio curioso. Tenemos un primer párrafo que no dice mucho, aparte de explicar que esto es una lista de motivos para separarse de la monarquía británica. El segundo párrafo es el que todos conocemos, un texto de sublimes aspiraciones (“vida, libertad, y búsqueda de felicidad”).
El grueso del documento, sin embargo, viene después. Tras varias frases quejosas sobre la monarquía, tenemos una larga lista de la compra de agravios, tropelías, abusos, y quejas sobre el comportamiento de la corona que van desde cómo el Rey ignoraba las leyes aprobadas por los parlamentos coloniales a protestar de que el monarca fuera quien pagaba el salario de los jueces. Obviamente, son quejas justas contra la tiranía colonial, pero también dejan claro que esta es una declaración política: los padres fundadores tienen una agenda, y quieren el poder para fundar un nuevo gobierno.
Ese nuevo gobierno, y esa agenda, sin embargo, tiene sus puntos oscuros. La cláusula 27 es explícitamente racista, refiriéndose a los nativos americanos como “indios salvajes sin piedad”. Sabemos también, aunque no está explícito en el documento, que al hablar de “todos los hombres” la definición de la palabra “hombre” se limitaba a “hombres blancos”. Mujeres y personas de color no formaban parte de esta nueva ciudadanía que iba a definir las leyes del país. La declaración omite además la palabra “esclavitud”; Thomas Jefferson quería acusar al Rey de imponer esa institución en las colonias, pero se vio obligado a borrarlo para contentar a los delegados sureños.
Incluso en 1776, esa omisión fue vista como una señal de hipocresía. Varios panfletos opuestos a la independencia señalaron que la esclavitud no era compatible con el texto de la declaración. Años después, en su célebre discurso sobre el cuatro de julio, Frederick Douglass se preguntaría qué significaba esa fecha para un esclavo, concluyendo que esa libertad no le incluía ni a él ni a los que siguen encadenados.
Es importante recordar esa historia, y esas omisiones. Los padres fundadores eran hombres extraordinarios, pero distaban mucho de ser perfectos. Aun creando uno de los documentos más bellos jamás escritos, las leyes que escribieron contenían la semilla del racismo. La libertad que proclamaron no era completa, y sigue sin serlo para muchos de nuestros compatriotas.
Hemos avanzado. La libertad está más cerca; hemos progresado en derechos civiles, democracia y representación. Pero los “hombres” siguen sin ser iguales: dónde naces y vives, el color de tu piel, sigue definiendo tus oportunidades, tu acceso a la salud, los colegios a los que van tus hijos, el crimen en tu calle, quién teme ser deportado y cómo te trata la policía. No somos libres hasta que todos somos libres. Falta camino por recorrer.
Estados Unidos ha sido, y sigue siendo, un lugar extraordinario; un país basado en ideas y leyes, no en una lengua, color de piel, o identidad nacional. Pero cumplir esa promesa exige entender los errores y omisiones del pasado – y también estar dispuestos a organizarse, movilizarse, y protestar exigiendo que esa promesa de libertad sea completa.
Nos queda mucho trabajo por hacer. Empecemos hoy.
( Roger Senserrich es Director de Comunicaciones del Partido de las Familias Trabajadores de Connecticut)