Cuando se hacen comparaciones internacionales, la mayoría de los indicadores sociales, económicos y de salud siguen un patrón claro: los ricos viven mejor. Los países con mayor renta per cápita tienden a ser más saludables, justos y felices. Si cruzas en un gráfico el nivel de riqueza con la esperanza de vida, la movilidad social o incluso la felicidad, la relación es casi lineal. El dinero no lo es todo, pero sin duda ayuda mucho.
Hay una nación, sin embargo, que rompe sistemáticamente esa tendencia: Estados Unidos. El país es rico hasta niveles extravagantes, pero sus indicadores sociales, de salud y calidad de vida suelen ser atroces para su nivel de renta.
En promedio, los estadounidenses tienen una esperanza de vida 4,1 años menor que los ciudadanos de otros países ricos, a pesar de tener mayores ingresos. El rendimiento académico de los estudiantes es a menudo más bajo, la movilidad social es limitada y las tasas de homicidio son mucho más altas. Los americanos son más propensos a morir de sobredosis o en accidentes de tráfico. Otros indicadores van en la misma dirección, desde la pobreza infantil hasta la mortalidad infantil. Tenemos casas más grandes, coches más grandes, más dinero, pero eso no se traduce en mayor bienestar.
Habitualmente, se culpa a la enorme desigualdad económica de estas cifras. Es cierto, pero solo en parte. Sí, la diferencia entre ricos y pobres es enorme, pero los datos ocultan otra desigualdad aún más importante: las diferencias entre estados.
Volvamos a la esperanza de vida. Si se desglosan los datos por estado, vemos que muchos —California, Nueva York, Nueva Jersey, Minnesota, Washington o la mayoría de Nueva Inglaterra— tienen cifras de esperanza de vida comparables a las de países europeos desarrollados. No son Japón, España o Francia, pero no andan lejos de Alemania, Bélgica o Austria.
Lo mismo ocurre con otros indicadores. La tasa de homicidio en EE. UU. es muy alta; ocho veces mayor que la española. En estos estados normales, no obstante, es casi “razonable”; en Nueva Inglaterra “solo” tiene una tasa de homicidios dos veces mayor que Francia y tres veces mayor que España. En educación, estados como Minnesota, Washington o Massachusetts igualan o superan a muchos países europeos en rendimiento académico.
Esto no es una coincidencia. Los estados que logran mejores resultados suelen estar en las costas o en el norte del país, votan demócrata y suelen adoptar políticas similares en salud, educación, impuestos y derechos laborales. Tienen salarios mínimos altos, programas de Medicaid generosos, mejores protecciones para los trabajadores y mayor inversión en servicios públicos. Gracias a esto, sus resultados son mucho más consistentes con lo que esperamos en un país rico.
Simultáneamente, hay vastas regiones del país con indicadores desastrosos, casi todas en el sur y centro del país. Alabama tiene una esperanza de vida comparable a la de países en desarrollo. Misisipi tiene una tasa de homicidios 38 veces superior a la de España.
Estos estados suelen estar gobernados por republicanos, que aplican políticas muy diferentes: menor gasto público, menos protección laboral, menor inversión en salud y educación. La divergencia regional es, además, reciente; entre la Segunda Guerra Mundial y los años setenta, el sur era más pobre que el norte, pero ganaba terreno frente a las regiones más desarrolladas del país. Ese proceso se truncó una vez los conservadores tomaron el control de esos estados y priorizaron la desregulación, bajadas de impuestos y el individualismo económico por encima del bienestar colectivo. Sus indicadores económicos y sociales son fruto de decisiones políticas.
Por supuesto, los estados demócratas distan de ser perfectos. Muchos enfrentan crisis de vivienda, altos costos de vida y servicios sociales a menudo ineficaces. Pero, en términos generales, ofrecen una calidad de vida mucho más alta, más parecida a la de otros países desarrollados. Son mucho más “normales” que esa “verdadera América” que dicen defender los conservadores.
Estados Unidos es, sin duda, un país inusual. Pero lo que le distingue no es tanto que sea muy desigual (que lo es), sino que haya amplias regiones del país que hayan decidido empobrecer a sus ciudadanos durante décadas.
Y que, encima, insisten en que son un modelo a imitar.