En la Antigua Grecia existía la preocupación por la vida después de la muerte. Un tanto diferente a nosotros; ellos no creían en el cielo o el infierno. Por el contrario; la vida era una preparatoria para vivir en el más allá. En el Hades se daban toda clase de dinámicas; algunas tristes; otras jocosas y otras increíbles. Mi amigo Paco encontró unos diálogos inéditos que narran algunas de las situaciones encontradas en el Hades. Personajes de gran relieve como Plutón; Menipo; Zenofantes y otros participan de estos discursos con una gran enseñanza. Estos escritos se han preservado a través de los siglos y por los últimos 30 años han estado en custodia de mi amigo Paco. Veamos lo que descubrimos en estos documentos de dominio público:
Plutón contra Menipo
CRESO. – ¡Oh, Dios Plutón!, ya no soportamos más tener al cínico de Menipo de vecino. Así que lo cambias de domicilio o nos trasladamos nosotros a otro lugar.
PLUTÓN. – Decidme en qué os perjudica, pues está muerto como vosotros.
CRESO. – Se burla y nos insulta cada vez que nosotros nos lamentamos y lloramos echando de menos la vida anterior en la tierra. Midas, se acuerda del oro; Sardanápalo, de los grandes lujos, y yo, Creso, de mis tesoros ahora perdidos, se ríe y nos ultraja sin cesar, llamándonos esclavos y basura, llegando incluso a veces a turbar con su canto nuestros gemidos. En resumen, se nos hace bastante molesto.
PLUTÓN. – ¿Es verdad lo que dicen, Menipo?
MENIPO. – No mienten, Plutón. Sufren un castigo por su vileza y mezquindad, les odio. No han tenido suficiente con haber tenido una vida miserable y ruin arriba en la Tierra, ahora incluso, estando muertos, constantemente recuerdan las cosas de allí e intentan recuperarlas de algún modo. Por todo ello me place tanto su sufrimiento.
PLUTÓN. – Pues no deberías hacerlo. Les deben faltar grandes bienes si realmente están tan apenados.
MENIPO. – Entonces Plutón, ¿tú también defiendes sus necedades y suspiros?
PLUTÓN. – No, claro que no, pero creo que no es necesaria tanta riña.
MENIPO. – Pues os aviso a vosotros, que sois lo peor de los lidios, frigios y asirios, que os seguiré con mi obra a cualquier lugar donde vayáis, molestándoos con mis cantos y burlas.
CRESO. – Esto sería una insolencia.
MENIPO. – Te equivocas. Vuestros actos sí que eran insolentes, exigiendo que os adoraran, humillando a hombres libres sin acordaros para nada de la muerte. Por esta razón ahora vais a ser privados de todo aquello llorando sin cesar.
CRESO. – En realidad, ¡oh dioses!, de muchas y grandes riquezas.
MIDAS. – Y yo, ¡de todo mi oro!
SARDANAPALO. – ¡Sin todo el lujo, no!
MENIPO. – ¡Bravo!, seguid así, lo hacéis muy bien. Lamentaos mientras yo canturreo sin parar mi estribillo conócete a ti mismo (5), pues creo que es digno de vuestros lamentos.
Zenofantes y Calidemides
ZENOFANTES. – ¿Cómo fue tu muerte, Calidemides? Ya debes saber que yo fallecí atragantado, por comer más de la cuenta, mientras era parásito de Dinias. Tú fuiste testigo de mi muerte.
CALIDEMIDES. – Sí que lo fui, Zenofantes. El mío fue un caso realmente raro. Seguramente conoces al anciano Pteodoro, ¿verdad?
ZENOFANTES. – ¿Aquél tan rico y sin hijos con el que pasabas todo el tiempo?
CALIDEMIDES. – Precisamente a ese cuidaba yo con gran esmero y dedicación, pues había prometido hacerme heredero suyo. Pero, como la cosa se iba alargando demasiado y el viejo tenía más años que Titono, (8) ideé un plan para poder gozar antes de su herencia: compré veneno y convencí al copero para que, cuando Pteodoro estuviese sediento -suele tomar bastante vino y del bueno-, echase mi fórmula en su copa; aceptó mi propuesta a cambio de su libertad.
ZENOFANTES. – Entonces, ¿qué sucedió? Me da la impresión de que lo que dirás va a sorprenderme.
CALIDEMIDES. – Pues verás: después de tomar un baño, fuimos a la mesa, donde se encontraban ya las dos copas preparadas por el joven copero, una era para Pteodoro, la cual contenía veneno y la otra para mí, pero no sé cómo, se equivocó y me dio a mí la copa con el veneno. Así que, mientras él bebía tranquilamente, yo caía al suelo muerto. ¿Y ahora, por qué te ríes, Zenofantes? Está muy mal burlarse de un amigo.
ZENOFANTES. – Es que tu historia me parece muy divertida, Calidemides. ¿Y cuál fue la reacción del viejo?
CALIDEMIDES. – Al principio se sorprendió al verme caer al suelo. Pero, enseguida se percató de lo ocurrido, y también él río mucho, pensando en el penoso error del copero.
ZENOFANTES. – Fue muy arriesgado coger ese atajo. Por el camino normal, habrías llegado a gozar de su herencia, de forma más lenta pero segura.
Menipo y Tántalo
MENIPO. – ¿Y esas lágrimas, Tántalo? ¿Por qué lloras, aquí solo junto al lago?
TÁNTALO. – Porque estoy muerto de sed, Menipo.
MENIPO. – ¿Y eres tan perezoso como para no agacharte a beber, o recoger el agua con el hueco de la mano?, ¡por Zeus!
TÁNTALO. – No serviría de nada; pues el agua sale huyendo al acercarme. Y si alguna vez consigo atraparla y llevarla a mi boca, sólo llego a humedecer mis labios, pues se escapa, no sé cómo, por entre mis dedos, y deja mi mano seca de nuevo.
MENIPO. – Es sorprendente, Tántalo. Pero, dime: ¿cómo es que tienes necesidad de beber? Te lo pregunto, pues no tienes cuerpo, sé que está enterrado cerca de Lidia. Él, sí que entiendo que pudiera tener hambre y sed, pero tú, el alma, ¿cómo puede ser?
TÁNTALO. – De eso se trata precisamente el castigo, de que el alma necesite beber como si fuese cuerpo.
MENIPO. – Si tú lo dices, lo creemos. Y entonces, ¿qué mal puede pasarte? ¿Puedes morir de sed? Pues después de este infierno, yo no veo que exista ningún otro.
ANTALO. – Dices mucha verdad. Pero esto es parte de la condena; el ansia por beber, sin tener ninguna necesidad.
MENIPO. – Tántalo, tú no estás bien de la cabeza, lo que necesitas beber es eléboro (39) puro, ¡por Zeus!, tu caso es el contrario al de los mordidos por perros rabiosos: el agua no es lo que te horroriza, sino la sed.
TÁNTALO. – Ni siquiera rehusó beber el eléboro, Menipo. ¡Ojalá pudiera conseguirlo!
MENIPO. – Anímate, Tántalo; ni tú ni ningún otro muerto beberá. Es imposible. Claro que los demás no sufren, como tú, la condena de tener sed de un agua que no les llega nunca.