Una o dos veces al año me da por la idea de ir al trabajo en transporte público. Es mejor para el medio ambiente, me digo a mí mismo. Mucho menos estresante, nada de atascos. Puedo tomarme las cosas con calma.
Sobre el papel, es algo que debería funcionar. Puedo ir en autobús a la estación de tren, y mi oficina está al lado de la parada al otro lado. Autobús y tren, lo que solía hacer cuando vivía en España. Una gran idea.
Pero no funciona. El autobús que me lleva a la estación básicamente pasa cuando quiere, así que tiene la mala costumbre de hacerme perder el tren. Cuando eso sucede, no hay otra circulación hasta una hora después, así que llego tarde. Si pillo el autobús anterior, me toca esperar lo indecible en la estación, porque pasan cada hora. De vuelta, los horarios son aún peores, con el tren llegando a mi parada tres minutos después de que vaya el autobús. No suele pasar más de una semana antes de que me harte de perder el tiempo y vuelva a mi carro.
El problema del coche, aparte de ser horrible para el medio ambiente, es su alto coste. Según la AAA, mantener un carro cuesta unos $1,024 al mes, incluyendo seguro, intereses, depreciación, mantenimiento y combustible. Para hogares sin hijos, es el segundo gasto más grande después de la vivienda. Si ganas el salario mínimo, eso implica dejarte un tercio de tus ingresos.
En teoría, el transporte público debería ser una alternativa económica y fiable para quienes no pueden costear un coche. Permitiría trabajar, hacer compras y moverse sin gastar tanto en un cacharro de dos toneladas que se deprecia rápidamente. Pero en la práctica, nuestra red de transporte público es tan ineficiente y anticuada que solo la utilizan quienes no tienen más remedio. La primera gran compra de cualquiera que necesita un transporte fiable para ir a trabajar es, invariablemente, un carro usado. Y lo será, aunque tenga que acudir a un vendedor de reputación dudosa pagando intereses abusivos, porque la comodidad de tener tu propio vehículo compensa evitar la tortura que es el autobús.
Los costes son enormes. El hogar promedio en EE. UU. gasta cerca del 16 % de sus ingresos en transporte. En los hogares más pobres, ese porcentaje sube a casi un tercio de su sueldo, porque es mejor gastarse una fortuna en un préstamo y gasolina que perder horas en autobuses achacosos, incluso comprando coches viejos pasados de kilómetros en los vendedores más sórdidos que uno pueda imaginar. Es mejor comerse préstamos rozando la usura y cafeteras oxidadas que se estropean dos veces por semana, y tener tu propio carro.
Esto, por supuesto, no tiene por qué ser así; es una decisión política. El hogar europeo medio gasta bastante menos en transporte (unos 11 % de los ingresos), a pesar de que la gasolina es más cara. El motivo, por supuesto, es el transporte público, que es lo suficiente cómodo y fiable para que no sea necesario comprar un carro. Si quieres ahorrarte el dineral que cuesta un vehículo privado, puedes moverte en tren, metro y autobús. En países con ciudades densas y compactas como España, con redes de transporte público bien diseñadas, los hogares de bajos ingresos destinan solo un 6 % de su presupuesto al transporte.
En Connecticut, por desgracia, llevamos décadas maltratando el transporte público y construyendo infraestructuras solo para quienes manejan, así que no podremos replicar estas cifras a corto plazo.
Aun así, hay alternativas razonables para reducir la dependencia del vehículo privado y ofrecer alternativas a este.
Primero, debemos mejorar la frecuencia y la fiabilidad de los autobuses. Necesitamos menos líneas, pero con mejores intervalos de paso y mejores horarios. Segundo, y más importante, debemos construir más vivienda cerca del transporte público. Y vivienda para todos, no para unos pocos. Si hay tren o autobuses cerca, tiene que haber gente que viva cerca, y pueda hacerlo sin coche.
Dicen que un buen sistema de transporte se nota cuando la clase media lo prefiere al coche. Yo, de momento, creo que al menos deberíamos aspirar a tener uno donde nadie tenga que gastarse miles de dólares al año en un carro a menos que realmente pueda permitírselo.