Uno de mis rincones favoritos en New Haven es Edgerton Park, en East Rock. Es un parque público de 20 acres, perfectamente cuidado, sobre lo que fueron los terrenos de una mansión victoriana ya desaparecida. Tiene muchos lugares agradables para pasear, sentarse a leer un libro o contemplar la naturaleza.
El problema es que Edgerton Park es bastante aburrido. Más allá de disfrutar del paisaje o jugar al fútbol con unos amigos, no hay nada que hacer, ni en el parque ni en el barrio alrededor. Es un sitio precioso, limpio, impecable… pero, salvo los pocos días de verano en que Elm Shakespeare monta alguna obra al aire libre, no es más que una arboleda.
No es un caso aislado: pasa en muchos parques del estado. Lighthouse Point, también en New Haven, es un lugar fantástico, justo al lado del mar. En verano, los visitantes pueden tumbarse al sol o darse un chapuzón en el Long Island Sound. El problema es que no hay nada más, aparte de unos columpios. Si quieres un refresco, un burrito o simplemente algo de comer, toca coger el coche y salir del parque. Y ni hablar de que se te olvide la crema solar o quieras comprar unas gafas de buceo, juguetes de playa o un flotador para los críos: la tienda más cercana está a dos pueblos de distancia.
En Connecticut, los parques y espacios públicos tienden a ser así, bonitos y vacíos. Son lugares para ver de paso, no para disfrutar o pasar el rato, porque no hay nada que hacer en ellos.
Es fácil imaginar una versión mejor de Edgerton Park. En una ciudad latinoamericana o europea cualquiera, el parque tendría un café al lado, una librería, un supermercado o una bodega cerca. En lugares civilizados, casi seguro habría una escuela cerca, haciendo del parque un lugar perfecto para dejar que jueguen un rato mientras hacemos la compra. Lighthouse Point podría tener un par de restaurantes pequeños con terrazas, quizás un bar o dos, una tiendecita de playa o incluso un arcade. En vez de estar aislado y lejos del barrio, formaría parte de este, con las casas a un corto paseo de la zona comercial.
Sabemos que estas cosas funcionan. En Connecticut, cuando hay un parque así, se llena de gente. Niantic tiene una zona comercial animada a dos pasos de la playa; Mystic siempre está lleno. Cuando construimos espacios con carácter, donde se puede hacer vida de barrio, con sitios para pasear y encontrarse, son populares.
El problema, claro está, es esta manía de urbanismo con separación de usos estricta que tanto abunda en Connecticut. Si un parque está en una zona residencial, lo único que se permite son viviendas, a pesar de que sería mucho más agradable poder tomar un café o hacer la compra sin tener que manejar el coche. Aunque hay evidencia de sobra de que los barrios de uso mixto son más atractivos (y caros), cuando alguien propone permitirlos siempre aparece un vecino que protesta, y rara vez los políticos tienen la visión o las ganas de hacer nada.
A eso se suma esta idea persistente, y equivocada, de que los espacios públicos deben mantenerse lo más alejados posible del comercio y la iniciativa privada. Que nadie se aproveche o saque beneficios de “nuestra” playa. Que no entren los buitres de la privatización. Eso, sumado a ese falso ecologismo consistente en prohibir cualquier cosa más allá de un árbol o un columpio, hace que acabemos por tener enormes parques en medio de la nada, rodeados de enormes aparcamientos.
Por supuesto, ninguno de estos argumentos tiene demasiado sentido: un bar o una terraza no significa que vayamos a vender el parque para levantar un bloque de apartamentos, y hacer que un parque sea más acogedor y accesible siempre es buena idea.
Es hora de exigir a nuestros líderes que diseñen espacios públicos mejores, lugares donde encontrarnos, pasar el rato y hacer cosas juntos. Construir barrios, parques y plazas agradables no es ningún misterio; solo requiere no tratarlos como una postal intocable y permitir que haya gente viviendo cerca de ellos, en vez de rodearlos de almacenes de coches.