Durante las últimas semanas, Francia ha vivido una crisis política constante. Emmanuel Macron, el presidente de la República, se ha visto forzado a nombrar un primer ministro tras otro. Cuando el Legislativo no le tumba un gobierno, son sus propios ministros los que dimiten, a veces incluso antes de alcanzar una semana en el cargo.
Esto es bastante inusual. Francia, tradicionalmente, había sido vista como un país con un presidencialismo fuerte y gobiernos estables. De un tiempo a esta parte, sin embargo, está en una zozobra constante.
Parte del problema es que la economía francesa lleva años con cifras de crecimiento decepcionantes. Desde 2008, solo han tenido dos años de crecimiento por encima del 2% (dejando de lado 2021-22, cuando la economía se recuperó de la pandemia). Los salarios están medio estancados y sus empresas, dejando un puñado de multinacionales punteras, parecen estar quedándose atrás.
Parte del problema, en este caso, es que el Gobierno francés parece incapaz de dejar de gastar dinero. Su déficit público rondará el 6% del PIB este año. El país tiene un sector público colosal: un 57% de la economía está en manos del Estado, comparado con el 36% en Estados Unidos. Los franceses, por supuesto, disfrutan de una excelente sanidad pública, sistema de pensiones, escuelas, universidades y transporte colectivo, y tienen una esperanza de vida mucho más larga que los americanos. Pero estas enormes ventajas no van a durar demasiado si el país no es capaz de pagar las facturas.
El dilema del presidente Macron y de todos sus primeros ministros es cómo conseguir convencer a los franceses de la necesidad de equilibrar las cuentas si quieren mantener su excelente calidad de vida. Lo que sucedía habitualmente en Francia es que el presidente y su Ejecutivo solían gozar de amplias mayorías parlamentarias que siempre les daban mucha capacidad de maniobra. Macron, sin embargo, fue reelegido con una mayoría incierta en 2022 y tuvo la desafortunada idea de disolver las cámaras y convocar nuevas elecciones dos años después. Lo que acabó consiguiendo fue dejar a su partido en minoría, flanqueado a izquierda y derecha por dos bloques antagónicos con mayor representación parlamentaria.
A efectos prácticos, esto ha provocado que Francia no haya tenido un gobierno capaz de aprobar leyes de forma consistente durante los últimos tres años. Con la economía estancada y los presupuestos en números rojos, el descontento se ha apropiado de la política francesa.
En el resto de Europa, cuando un primer ministro pierde su mayoría parlamentaria, la oposición puede plantear una moción de censura y forzar nuevas elecciones. Los gobiernos duran mientras tengan votos suficientes en el Parlamento para legislar. Si alguien no puede mantener a su partido o coalición de gobierno unida, se va a casa.
Francia, sin embargo, tiene un sistema presidencialista, no parlamentario. La Asamblea Nacional no puede echar a Macron, que seguirá al frente del Ejecutivo hasta que termine su mandato. Macron, mientras tanto, puede escoger entre nombrar un primer ministro de un partido que no sea el suyo —algo que, por descontado, no quiere hacer— o resignarse a no poder hacer nada, que es lo que ha acabado sucediendo.
Los problemas del presidencialismo son bien conocidos. Cuando un sistema político tiene un Ejecutivo con una fuente de legitimidad electoral distinta a la de los legisladores, acaba siendo mucho más propenso tanto a la inestabilidad como al bloqueo. Este es el motivo por el que los países europeos, tras la Segunda Guerra Mundial, redactaron casi sin excepción constituciones con sistemas parlamentarios, no presidencialistas. El sistema francés acabó siendo adoptado casi de forma accidental, cuando Charles de Gaulle llegó al poder en 1958.
La solución de los problemas de Francia, a medio plazo, pasa casi necesariamente por una reforma constitucional. La fragmentación del sistema de partidos (hay siete formaciones con representación parlamentaria significativa) hace casi imposible que un presidente llegue al poder con una mayoría legislativa suficiente para gobernar. Dado que la oposición no puede forzar la salida de un presidente, nadie tiene demasiados incentivos o interés en apoyar sus medidas, creando una inestabilidad perpetua.
Con algo de retraso, los franceses supongo que acabarán por entender las virtudes del parlamentarismo. Quizás algunos países en las Américas deberían tomar nota.