En estos días se recordarán los sucesos del 11 de septiembre del año 2001. Las ciudades de Nueva York y Washington fueron objetos de unos ataques únicos en la historia de esa nación. Los más de tres mil muertos en esos ataques nunca serán olvidados.
El sentido de impotencia, el dolor, la pérdida no solo de lo material sino también de los miles de seres humanos ha calado en lo más profundo del corazón de todo ser humano que tenga tan siquiera un poco de sensibilidad. Ese día los Estados Unidos fueron víctimas de un ataque que por mucho tiempo dejará una huella indeleble en esa nación.
Aquella mañana se me hizo difícil creer lo que oía y veía mientras se repetían las imágenes una y mil veces en los medios de comunicación.
Pensé en las miles de personas aterrorizadas, tratando de huir. Pensé en la angustia de aquellos que no habían podido salir de aquel infierno. Pasaron por mi mente miles de
rostros con muecas de dolor, vi cientos de ojos que pedían ayuda sabiendo
que nadie podía contestarle. Pensé en el terror de los que se habían salvado pero que quedaban marcados para siempre con aquella horrible
experiencia. Sentí un intenso dolor por todas esas víctimas. Y lloré.
Luego, se habló de terrorismo, de venganza y como consecuencia lógica: de guerra. Se culparon naciones, etnias, grupos políticos y religiosos.
Los gobernantes estadounidenses hablaron con su característica soberbia como si tuvieran total conocimiento de los hechos. A esto siguió una histeria colectiva invitando a la violencia y al terror en un tono oficialista y autoritario como si fueran los dueños del mundo.
El tiempo era de introspección, de buscar la razón, no de amenazas y deperseguir fantasmas. Cada día que transcurría lo evidente cobraba mayor importancia para entender lo que había sucedido.
Entonces aparecieron en mi memoria escenas pasadas de otros hechos históricos. Cerré los ojos y ví como en Hiroshima cientos de seres humanos desaparecieron en un microsegundo en aquel infierno nuclear. Miles quedaron huérfanos y miles se revolvían quemados en aquel nefasto y cruel ataque contra una población civil. Vi como esa misma escena se repetía días después en la otra ciudad japonesa de Nagasaki. Más de 200,000 humanos murieron en aquellos violentos ataques.
Pasó por mi mente en veloz secuencia otro ataque, también un 11 de septiembre, pero del 1973, al Palacio de la Moneda, en Chile, donde se asesinó al Presidente Salvador Allende, electo democráticamente por esta nación sur americana. Ese ataque no fue solamente en contra de la democracia chilena, fue en contra de la civilización y esperanza de los pueblos libres. La evidencia de que el gobierno estadounidense apoyó y participó en esta barbarie ha sido claramente documentada. El saldo para el pueblo chileno fue de más de 20,000 personas asesinadas y la desaparición de más de 30,000 personas. Miles de chilenos tuvieron que abandonar su país por décadas o por el resto de su vida, gracias a la persecución política y violaciones a los derechos humanos por parte de la dictadura de Augusto Pinochet, apoyada por los EEUU.
No me olvido de Panamá cuando el ejército de los Estados Unidos, bombardeó e invadió a esa nación para arrestar a Manuel Noriega, presidente panameño, puesto allí precisamente por el gobierno estadounidense. El saldo de esa aventura política- militar fue de 560 panameños muertos. Ni una redada en el peor gueto de los Estados Unidos se hubiesen atrevido ejecutar tamaña matanza.
No olvidaré a la República Dominicana en el 1963, cuando maquinaciones estadounidenses forzaron la salida de Juan Bosch (presidente electo democráticamente), imponiendo el gobierno de su conveniencia para luego enviar 42,000 infantes de marina (en el 1965) para salvaguardar los intereses estadounidenses en Dominicana.
La lista de respaldo a dictadores es larga y triste. Los derechos de los pueblos del mundo han sido violados una y otra vez. Las máscaras que lleva esa otra violencia, ese terror, ese dolor ha tenido muchas formas: la militarización, el imperialismo y el neoliberalismo son algunas de éstas.
Algunas sofisticadas, engañando a los pueblos, otros burdos ejercicios de fuerza.
En Puerto Rico, luego de 125 años de coloniaje impuesto por los Estados Unidos, hemos podido sobrevivir a pesar de los intentos de arrebatar nuestra identidad nacional, nuestra cultura. La persecución, la encarcelación de miles, el uso compulsorio del inglés como medio de enseñanza por 48 años, promover la emigración de millones, el asesinato impune a miembros de organizaciones independentistas han sido algunas de las atrocidades cometidas contra los puertorriqueños, siempre respaldados por fuerzas represivas para obligarnos a vivir subyugados.
Recordar que los EEUU ha respaldado a dictaduras que han violado y sembrado el terror a millones de latinoamericanos. No olvidó cómo han contribuido a que gobiernos democráticamente electos hayan sido derrocados a través de intervenciones militares y con el respaldo de agencias y corporaciones estadounidenses. Tenemos que recordar cómo se han extorsionado y sobornado gobiernos y funcionarios para ampliar su dominio político y económico. Como han explotado inmisericordemente los recursos naturales y el medio ambiente de nuestra América y como han respaldado y protegido a las clases dominantes para que continúen la injusticia.
Para aquellos que duden, todo es documentable. Lo que no se puede documentar son los millones de caras, reflejando la angustia, el hambre, el dolor de los que han vivido esas experiencia, tampoco se ven las lágrimas en los rostros de los que no tienen nada.
Esto no es nada nuevo, después de todo hay que seguir “democratizando a lo estadounidense”: a nosotros los“tarados” del mundo. La mejor arma contra el terror, la pobreza y la violencia es la justicia: para todos.
Sin justicia jamás habrá paz.