¿Tiene temor a equivocarte? ¿No soportas la crítica? ¿Eres perfeccionista? ¿Buscas encajar en el grupo? ¿Te excedes en satisfacer a las personas que están en posiciones de autoridad esperando reconocimiento? Entonces, eres adicto a la aprobación.
Es normal desear ser admitidos en el ámbito donde nos desenvolvemos. No hay nada de malo en desear ser apreciados y respetados por los demás. El problema surge cuando cruzamos la fina línea que divide la necesidad legítima de ser aprobados y agradar a todo el mundo se vuelve una adicción.
Numerosas personas (inclusive cristianas) luchan con la adicción a la aprobación. Han creído la mentira de que su valor depende de sus logros y de la aceptación de los demás. En la Escritura abundan ejemplos de individuos que debido a su engañoso deseo de reconocimiento se dejaron vencer por el mal.
Adán y Eva querían ser igual a Dios y su codicia los hizo revelarse contra Él (Gén. 3:6). En Babel, la motivación de los constructores era hacerse un nombre famoso para sí mismos. Ellos dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la faz de toda la tierra» (Gén.11:4). Miriam, la hermana de Moisés, estaba celosa por el reconocimiento que tenía Moisés en Israel y murmuró en contra de su hermano (Núm. 12). Salomé, la madre de Santiago y Juan, movida por un deseo egoísta de poder le dijo Jesús: «Ordena que en tu reino estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (Mt. 20:21).
Hay un deseo en el corazón del hombre que lo impulsa a buscar honor y gloria. Su necesidad de aprobación lo lleva a pasar por encima de Dios y de su prójimo. Debemos estar alerta y preguntarnos continuamente ¿qué nos motiva a hacer las cosas que hacemos? El corazón es engañoso, a veces no nos damos cuenta de que inclusive nuestro servicio a Dios puede ser impulsado por una ambición egoísta.
Numerosas creyentes podemos estar sirviendo al Señor buscando fama y gloria. Si ese es el caso, necesitamos reconocer nuestro pecado ante el Señor y arrepentirnos. Me encantan las palabras del apóstol Pablo en Gálatas 1:10: «Porque ¿busco ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O me esfuerzo por agradar a los hombres? Si yo todavía estuviera tratando de agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo».
Pablo sabía que no había nada bueno en él. «Por la gracia de Dios soy lo que soy», declaró. (1 Cor. 15:10). Jesucristo fue el primero en enseñar a sus seguidores a no desear las cosas de la tierra. El mundo dice: «amate a ti mismo». Jesús dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt. 16:24).
Por consiguiente, cultivemos un corazón humilde. En vez de buscar oportunidades para ser el objeto de admiración de los demás, dediquemos a servir en áreas donde no estemos al alcance del ojo público.
«Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:5-8).
Vivir para la gloria de Dios, atendiendo las necesidades de nuestro prójimo con un espíritu humilde y sin esperar reconocimiento, es el remedio para la adicción a la aprobación.
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