Por Aníbal Brea
Especial para Voz Hispana de Connecticut
Hace poco, Bill Gates, uno de los principales apóstoles de la lucha contra el calentamiento global, sorprendió declarando que “el cambio climático no provocará la desaparición de la humanidad”. La sorpresa se debió al conocido activismo de Gates en torno al tema.
Hay quienes alegan que el rico filántropo lo que quiere dejar sentado es que no todo el mundo sufriría con la misma intensidad los conocidos efectos negativos del cambio climático. Se puede agregar que, aunque los efectos de ese calentamiento les hacen la vida miserable a centenares de millones de personas en el mundo, hablar de la desaparición de la humanidad como su resultado, puede crear sentimientos de impotencia del tipo “como quiera no nos salva nadie”, lo que tiende a desanimar y hasta neutralizar la necesidad de hacer algo por evitar lo peor.
Las manifestaciones de esas ocurrencias catastróficas son variadas, pasando por los fenómenos esporádicos e imprevisibles, como la tormenta Melissa, que prácticamente destruyó a Jamaica, o los más constantes y medianamente previsibles, como los incendios forestales, que se han convertido en una verdadera calamidad incluso en el mundo altamente desarrollado.
Pero quizás una de las peores consecuencias de toda esa fenomenología, es algo tan natural como necesario; la creciente escasez de agua dulce, ya que, según la ONU, más de 2,000 millones de personas carecen de acceso al agua potable, lo que tiene lugar especialmente en los países más pobres.
El agua es sin duda el recurso más preciado que tenemos en la tierra, comenzando con que el cuerpo de los seres humanos, está compuesto por un 60 % de agua y que sin agua no podemos sobrevivir ni alimentarnos pues buena parte de las actividades productivas, como la agricultura (esta vital actividad consume aproximadamente un 70% del agua dulce existente en el planeta) o la industria manufacturera, no pueden existir si no disponen de agua de la que, por lo demás, son los principales usuarios.
Según datos de la ONU, en este año de 2025, más de la mitad de la población mundial estará sufriendo de escasez de agua e incluso de escasez absoluta del preciado líquido, particularmente en África. Pero también afectará a países desarrollados, incluyendo los propios Estados Unidos.
En ese orden, esa penuria acuífera es, además, fuente de conflictos como el generado por las migraciones forzadas (se estima que un 10% de esas migraciones es provocado por la falta de agua), que enfrentan a infelices que buscan desesperadamente lugares seguros y mejor dotados de agua, a poblaciones ya abrumadas por sus propias dificultades.
Ya han sido debidamente explicadas las causas de esta interminable crisis, como los efectos del calentamiento global, el crecimiento demográfico, la explotación ilimitada de las fuentes naturales de agua, o el derrame de productos químicos, residuos industriales, pesticidas y plásticos (en el mar, en ríos y lagos), de tal manera que se prevé que, dentro de los próximos 25 años, el agua devendrá en un producto aún más precioso que como lo ha sido a lo largo de la vida en el planeta.
Pero, además de las tribulaciones que crea su escasez, tal como destacan los informes relacionados de la ONU, se agregan las enfermedades producidas por agua de baja calidad, como las epidemias de diarrea, que afectan a alrededor de 1700 millones de personas, provocando unas 845,000 muertes al año, entre ellas 350 000 niños menores de 5 años que son, como es de esperarse, las principales víctimas de este dramático fenómeno.
Una pregunta común de mucha gente es, por qué, si hay tantos graves problemas con el agua dulce, se deja que esta vaya al mar y “se pierda”, en lugar de ayudar a aliviar su escasez entre los humanos. Pero pese a la angustia que debe crear ese “desperdicio”, que el agua de las montañas, después de bajar por los ríos, termine en el mar, es parte de un proceso precisamente ecológico.
Con todo y lo penoso que pueda ser ver “tanta agua perdida”, el contraste entre agua dulce y salada encontrándose en los estuarios, es precisamente lo que garantiza la estabilidad de la biodiversidad en las áreas donde se produce el fenómeno. No es de fácil entendimiento, pero así lo explican quienes manejan el tema.
En cuanto a en qué medida la escasez de agua afecta incluso al mundo desarrollado, donde siempre hay recursos mayores disponibles para enfrentar la adversidad, en nuestra parte del mundo, en regiones de California, Arizona y Nevada, hace años que se está observando la pérdida progresiva de fuentes acuíferas.
Y peor lo pasan en la parte sur de las Américas, siendo particularmente afectados, especialmente por densidad demográfica, países como México en el norte y Perú en el sur.
Desafortunadamente, en términos generales no hay solución milagrosa en el camino. Pero sí numerosas ideas acerca de cómo preservar el agua disponible o aprovechar “la que llega del cielo”.
Pero ¿Cómo hacerlo en el mundo menos desarrollado? Contando con la cooperación internacional (es decir, del mundo desarrollado), para invertir en abastecimiento y tratamiento y con soluciones locales, como la recuperación del agua de lluvia y eficientes técnicas de riego.
Volviendo al comienzo, esas soluciones de buen sentido, sin embargo, nada podrán contra los elementos cuando estos, exacerbados por los excesos humanos, se desencadenan en incendios, inundaciones o tormentas terribles como la que prácticamente destruyo a Jamaica. Sus consecuencias afectan a todo el mundo, pero desgraciadamente a unos más que a otros. Ese es y seguirá siendo el fondo del problema.