Durante las fiestas suelo acordarme de mis días de escuela. Me crie en Barcelona; tanto en primaria como en el instituto estudié en colegios católicos. Esa era la España de los años ochenta y noventa, con una democracia aún joven, casi recién estrenada.
La Iglesia de entonces trataba todavía de sacudirse la imagen pesada y oscurantista heredada del franquismo. La educación religiosa seguía estando ahí (hice catequesis y primera comunión), pero las misas eran menos latín y solemnidad y más guitarras y canciones. Los padres escolapios (calasancios en Latinoamérica, si no me equivoco) siempre habían sido menos severos que los jesuitas, los salesianos o las teresianas, pero incluso con estos cambios la Navidad seguía siendo netamente cristiana.
No lo voy a negar: a menudo era un aburrimiento completo. Por mucha guitarra y villancico que pongas, con doce años una misa es una misa, y nos aburríamos mortalmente. Aunque siga llamándome católico, no piso una iglesia desde hace meses; toda esa devoción no acabó por cuajar. A pesar de todo, tengo un grato recuerdo de esos días, de todo lo que aprendí y, sobre todo, de los valores que nos inculcaban entonces.
Recuerdo con especial cariño a un profesor de filosofía en el instituto que solía explicar que las dos grandes verdades sobre las que se construyó Occidente estaban en Platón y Aristóteles: la búsqueda de la felicidad y el valor de la mesura. Todo lo que vino después, decía, eran notas a pie de página.
La prioridad, sin embargo, lo que nos repetía siempre el profesorado, era que lo más importante en la vida era ser buenas personas. Un buen cristiano, un buen ciudadano, debía amar al prójimo y proteger a los desamparados; ser honesto, cumplir con su palabra y respetar a todos. Solidaridad, caridad, honor, educación. El mundo era un lugar complicado y la vida a menudo difícil, pero lo esencial era ser fieles a esas viejas verdades.
Son valores antiguos, sin duda. Algunos, como eso de ser “honorable” o “un caballero”, suenan hoy un tanto pasados de moda. Pero estos días no solo creo que sean más válidos que nunca, sino que además muchos de los que se llaman cristianos parecen haberlos olvidado por completo.
Hablemos, por ejemplo, de respetar al prójimo. Me decían entonces que debíamos estar dispuestos a valorar a los demás, a escuchar sus opiniones, a intentar comprender quiénes eran y de dónde venían, porque todo ser humano es digno y merece ser tratado como tal, sin excepciones.
Ahora los modernos y progres como un servidor quizá llamemos a todo esto “inclusión”, “interseccionalidad”, “justicia social” o algún otro término rebuscado parecido. Pero la idea básica sigue siendo la misma: todo el mundo merece respeto por el mero hecho de ser persona. No hay ciudadanos de primera o de segunda, no hay inmigrantes o nativos, no hay los nuestros y los otros. Somos personas primero, y eso basta.
Muchos “conservadores” de medio pelo llevan años llenándose la boca con identidades, herencia cristiana, cultura, familia o masculinidad, hablando sin parar de cómo nuestra sociedad se está fracturando. En el proceso, no se cansan de señalar a otros) a los de fuera, a quienes no comparten sus valores, a quienes cuestionan roles, identidades o género) como responsables de toda clase de maldades. Y se olvidan, en sus diatribas, de que el punto de partida, lo que nos define y lo que celebramos estos días, es precisamente lo contrario: somos iguales, somos personas.
No lo voy a negar: hay mucha gente en la izquierda que se ha vuelto completamente insufrible en muchos debates éticos y culturales. También es verdad, sin embargo, que, si uno escucha con cierta atención, el mensaje no es tan distinto del de esos valores tradicionales de los que hablaba antes.
Sí, el tono arrogante es a menudo insoportable, y sí, muchos somos unos pelmas de cuidado. Pero detrás de la jerga de la inclusividad, la justicia social y demás palabrería woke no hay mucho más que una llamada a tratar a todo el mundo con respeto y a no comportarse como un imbécil con los demás. A pedir, simplemente, que la gente sea buena persona.
Cosas de colegio católico de toda la vida, la verdad, pero que siguen siendo importantes. Felices fiestas.