Dar gracias no cambia las circunstancias, pero llena de alegría el corazón.
Cuando fui diagnosticada con cáncer de mama sentí literalmente que me entregaban una sentencia de muerte. Al principio, vi el cáncer como una encomienda que había llegado a mi vida sin haberla solicitado. Estaba envuelta en un papel oscuro, muy negro, con mi nombre impreso. Quise devolverla, tirarla, romperla, ignorarla, pero no pude.
Con el paso de los días, en las fuerzas del Señor, abrí la misteriosa encomienda. ¡Vaya sorpresa que me llevé! Dentro encontré preciosas y grandísimas bendiciones que no dejo de agradecer.
Sobran los motivos para dar gracias, aun en medio de la más cruel enfermedad. Principalmente, debemos agradecer a Dios por darnos a Cristo: la esperanza de gloria (Col. 1:27). Fijar los ojos en Jesús mientras yacemos en la cama de un hospital o nos postramos en una silla de quimioterapia nos hace despojarnos de la autocompasión y nos lleva a regocijarnos en nuestro glorioso destino.
Pablo dijo a los creyentes corintios: “No nos desanimamos. Al contrario, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento. Así que no nos fijamos en lo visible, sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve es eterno” (2 Cor. 4:16-18 NVI).
Dar gracias en los padecimientos es reconocer la bondad de Dios.
La enfermedad y el dolor que rechazamos son dádivas del Altísimo para prepararnos para la gloria que nos ha de ser revelada (Rom. 8:18). Fuimos salvados para la gloria y todas las circunstancias que afrontamos de este lado del cielo están obrando para ese fin (Rom. 8:29-30).
Dios es soberano. En su mano está la vida de todo ser viviente (Job 12:10). Cuando reconocí que los 37 billones de células que tiene el cuerpo humano están bajo el control divino, di gracias a Dios por su sabia manera de disciplinarme y moldearme a la imagen de Cristo (Heb. 12:6).
Dar gracias en la debilidad es evidencia de una vida llena del Espíritu.
No es fácil agradecer cuando una enfermedad crónica nos consume. Sin embargo, la voluntad de Dios es que demos gracias en toda circunstancia (1 Tes. 5:18). Para ello tenemos el Espíritu Santo, a quien el mundo no puede aceptar porque no lo ve ni lo conoce, pero nosotros sí lo conocemos, porque vive en nuestros corazones. Él nos mueve a alabar a Dios con salmos, himnos y cánticos espirituales en cualquier circunstancia (Jn. 14: 16; Ef. 5:19).
Durante mi lucha con el cáncer aprendí a dar gracias a Dios por las cosas que daba por sentado. Hoy agradezco por el sonido del despertador —me recuerda que sigo viva —, la risa de mi hija, los chistes malos de mi esposo, el olor a café recién colado, la arepita del desayuno, el sermón del domingo por la mañana, los familiares y amigos salvos, y por la sublime gracia del Señor que me sustenta hasta mi último aliento.
Dar gracias con lágrimas es un sacrificio que honra a Dios.
La enfermedad puede ser la última oportunidad que se nos brinda para que examinemos nuestros caminos, escudriñemos nuestros corazones y con profundo arrepentimiento nos volvamos a Dios. No olvidemos que llegará el día cuando Cristo venga en Su gloria y destruirá la muerte para siempre. Él mismo secará las lágrimas de todos los rostros, quitará el oprobio de sus amados y los llevará a Su gloria (Ap. 21:4).
Mientras tanto, de este lado del sol, seguiremos oyendo de países en guerra, terremotos que devastan naciones, pandemias que paralizan el mundo. Veremos a nuestros seres amados morir de cáncer, sufrir Alzheimer y a niños en sillas de ruedas. Pero no nos desanimemos, demos gracias a Dios, porque sabemos que nuestro Redentor vive y un día nuestros ojos lo verán (Job 19:25).