¿Te ha ocurrido que mientras hablas con alguien percibes que te oye, pero no te escucha? Oír y escuchar no son sinónimos. Por definición, oír es captar sonidos por medio del sentido del oído. Si nuestro sistema auditivo funciona correctamente capturaremos los sonidos que se emiten a nuestro alrededor queramos o no, le prestemos atención o no.
Ahora bien, escuchar es una habilidad de las personas sabias. No todo el mundo practica la escucha activa. De hecho, la Biblia enseña: “Todos deben estar listos para escuchar, y ser lentos para hablar” (Stg 1:19). Estar listos para escuchar, significa estar dispuestos a prestar atención a lo que dice nuestro interlocutor sin interrumpirlo en medio de su discurso. Debemos esforzarnos por comprender su mensaje, observar atentamente su lenguaje corporal, lo que expresa con sus gestos, con el tono de su voz y sus silencios… En resumen, el acto de escuchar no solo requiere del sentido de audición, también demanda empatía, respeto y amor hacia el otro.
Cuando escuchamos, percibimos los sentimientos de la otra persona y podemos ayudarla oportunamente. Por ejemplo, una mujer que le dice entre sollozos a su marido: “vete”, en realidad le está expresando con su llanto: “no te vayas, te necesito”. Un joven que le dice a su padre: “no quiero tener responsabilidades”, le está clamando con su rebeldía: “no quiero crecer, tengo miedo; ayúdame”. ¿Te das cuenta de la importancia de escuchar? Lo único que se necesita para acercarnos a otros es escuchar con el corazón.
Aprender a escuchar es un acto de amor. Exige autocontrol, atención, comprensión y esfuerzo por captar el mensaje del otro. El que escucha demuestra mayor interés en el bien ajeno que en su propio bienestar (Fil 2:4). La persona escuchada sentirá que se le presta la debida atención y quedará agradecida. Esto fomentará un clima de respeto, empatía y confianza.
¿Cómo te sientes cuando estás hablando y eres interrumpido? Probablemente, te sientes irrespetado, poco valorado, piensas que tus ideas no son importantes. En ciertas ocasiones, pierdes el hilo del discurso, se te olvides lo que ibas a decir y abandonas el interés por el tema.
Para respetar a los demás debemos empezar por escucharlos. Seamos amables, incluso con los que no opinan igual que nosotros. Ganamos más almas para Cristo cuando las escuchamos que cuando hablamos. De hecho, Jesús hablaba poco. Su discurso más largo fue el “Sermón del Monte”. Allí dijo: “Dejen que sus buenas acciones brillen a la vista de todos, para que todos alaben a su Padre celestial” (Mt 5:16).
No son los elaborados discursos o las largas predicaciones lo que hará que la gente se acerque a Dios, son los pequeños actos de amor y solidaridad. Para que las personas confíen en Dios, primero deberán confiar en los seguidores de Jesús. Ya lo dijo Pablo, somos una carta escrita por el mismo Cristo; una carta que no ha sido escrita con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente (2 Cor. 3:2-4). Si vivimos de manera íntegra, actuamos con justicia, practicamos la escucha activa, la gente va a emular lo que hacemos y seguirán a Jesús.
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