La Unión Europea es un animal político extraño. Los politólogos se refieren a ella de manera jocosa como un “objeto político no identificado”, y no les falta demasiada razón.
La UE no es, ni por asomo, un estado; las instituciones comunitarias carecen de un gobierno central fuerte. La Comisión (el componente más similar a un “ejecutivo”) maneja un presupuesto que apenas supera el 1% del PIB. Su poder legislativo está dividido entre un parlamento casi normal y un consejo en el que los gobiernos nacionales no solo son dominantes, sino que a menudo tienen poder de veto. Sus tribunales tienen una jurisdicción limitada a unos pocos temas regulados a nivel europeo.
A su vez, esta agrupación de estados soberanos es mucho más que una alianza o una confederación. Las instituciones europeas legislan y regulan sobre pocas cosas, pero donde lo hacen, tienen primacía sobre las leyes nacionales. Gran parte de la legislación es aprobada por mayoría, sin vetos, y se ocupa de temas tremendamente importantes. Muchos de sus miembros comparten una moneda común y están obligados a seguir reglas fiscales estrictas.
Por encima de todo, ser miembro de la Unión exige tener instituciones democráticas, un estado de derecho y decidir libremente ceder partes muy significativas de la soberanía nacional, desde política comercial hasta regulaciones medioambientales, a una organización supraestatal.
La mayor paradoja de la Unión Europea, esta criatura extraña que alberga decenas de naciones, es su constante crecimiento. Desde sus orígenes, con la primeriza Comunidad Europea del Carbón y del Acero, en 1948, y las comunidades europeas en años posteriores (la historia de la UE es una larga sucesión de acrónimos burocráticos ininteligibles), siempre ha tendido a expandir sus fronteras lenta e inexorablemente. Los poderes y atribuciones europeas han ido aumentando, y junto a ellos, más y más países han entrado a formar parte de la Unión. Solo uno (Reino Unido) se ha marchado, y se arrepienten de ello cada día.
La parte más interesante de esta expansión es que la Unión Europea nunca invade, anexiona o fuerza a nadie a entrar en ella. Es más, los trámites previos a firmar un tratado de adhesión son largos, complicados y exigen que el país aspirante reforme gran parte de sus regulaciones y ordenamiento jurídico para armonizarlos con la legislación europea. Deben también convencer a los estados ya miembros de que son dignos de formar parte del club, y que no serán una carga o estorbo para el resto.
A pesar de la cesión de soberanía, el papeleo y las reformas necesarias, hay cola para formar parte de la Unión. Actualmente hay nueve estados (Albania, Bosnia, Kosovo, Montenegro, Macedonia, Serbia, Georgia, Moldavia y Ucrania) intentando entrar, seis de ellos con negociaciones. La UE es el primer “imperio” de la historia en que otras naciones piden voluntariamente entrar.
Lo hacen, por supuesto, porque saben que estar dentro de la Unión es enormemente beneficioso desde el punto de vista social y económico. Países como Polonia, España, Eslovaquia o la República Checa deben gran parte de su crecimiento durante las últimas décadas a la estabilidad, el acceso a mercados y la solidez institucional que brinda estar dentro de la UE.
El problema para los europeos es que este enorme campo gravitacional que genera la UE no se ve acompañado de instituciones que permitan responder a las distorsiones que crea. El ejemplo más claro ha sido Ucrania. Durante años un satélite ruso, cuando no un campo de batalla, los ucranianos llevaban tiempo mirando hacia el oeste, acercándose a la UE. Eso nunca había sentado bien en Moscú, que intentó interferir con las instituciones ucranianas primero, y recurrió a la guerra abierta después, temerosa de su pérdida de influencia.
Pero la Unión Europea no es un estado. No tiene ejércitos, tropas ni una política exterior coherente. Su existencia atrae a miembros, pero no tiene las herramientas ni instituciones para defenderlos o exigir a terceros que no intervengan. Como consecuencia, la UE es una enorme fuerza de estabilidad dentro de sus fronteras, pero puede crear peligrosos desequilibrios fuera de ellas, especialmente cuando su expansión se acerca a la frontera de otras grandes potencias – como hemos visto en Ucrania.
Resolver este problema no es sencillo. Sobre soluciones, y tensiones dentro de la Unión, hablaremos en el siguiente artículo.