¿Andas con el ceño fruncido?, ¿reaccionas con hostilidad?, ¿guardas resentimiento en tu corazón?, ¿vives quejándote?, ¿te has apartado del Señor? Estas son algunas señales de amargura.
Generalmente, nos resulta muy cómodo tachar a los demás de amargados, pero no reconocemos con la misma facilidad el sentimiento de amargura en nuestro interior. Si no lo identificamos y nos arrepentimos no podremos recibir la gracia sanadora de nuestro Señor.
La Biblia describe la amargura como una raíz que va creciendo en el corazón del ser humano de manera sigilosa. Con el correr del tiempo, la raíz crece y se convierte en un tallo firme que produce frutos malos: odio, ira, envidia, celos, resentimiento… El libro de Hebreos nos advierte: «Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados» (Heb. 12:15).
«Mirad bien», significa que vigilemos continuamente nuestros pensamientos, para evitar que el corazón se endurezca y se aparte de la fe. Asimismo, debemos estar atentos a nuestras palabras, para que no manchemos nuestro testimonio de Cristo. Porque en las situaciones dolorosas o cuando nos sentimos amenazados, la boca se llena de maldición y amargura. Esta actitud ofende a Dios y nos aleja de Su gracia.
Cuenta la Biblia que cuando Noemí regresó a Belén después de perder a su esposo e hijos, les dijo a sus amigos: «No me llamen Noemí, llámenme Mara, porque el trato del Todopoderoso me ha llenado de amargura. Llena me fui, pero vacía me ha hecho volver el Señor. ¿Por qué me llaman Noemí, ya que el Señor ha dado testimonio contra mí y el Todopoderoso me ha afligido?» (Rut. 1:20-21).
El pecado de Noemí no fue responsabilizar a Dios de su pérdida, sino contaminarse de amargura. Cuando un creyente permite que la raíz de amargura crezca en su corazón no da gloria a Dios. El Señor nos salvó cuando creímos en Cristo y, por lo tanto, debemos vivir para glorificar y exaltar Su santo nombre, sea cual sea la circunstancia. La amargura nos aleja de Dios y hace que no aceptemos con paz las aflicciones que Él permite en nuestra vida.
Dios es soberano. Su sabiduría es insondable. Su amor es para siempre. Cuando Él nos hace pasar por tribulaciones es para nuestro bien y para Su gloria. Un creyente que se rehúsa a aceptar la voluntad de Dios no podrá mostrar a otros el camino que conduce a la salvación. Tal persona contamina a muchos, si no se arrepiente no podrá hallar la vida.