La historia que hoy te cuento es verídica. Aunque sucedió hace muchos años, cuenta acerca de un hombre, aunque considerado como un fiel creyente, falló en reconocer una de las señales más importantes que nos envía Dios. Este hombre confundió la señal del amor al prójimo con la señal del amor a sí mismo y su egoísmo. Hay una diferencia muy grande en pedirle a Dios para vivir para nosotros mismos y pedirle para compartir con los demás.
Muchos de nosotros nos pasamos pidiéndole una señal a Dios en busca de sentido y dirección para nuestra vida. Desafortunadamente, lo que no es una señal de parte de Dios lo consideramos como la Señal. Mientras que las verdaderas señales que nos manda Dios las ignoramos o pasamos por alto.
Un señor muy creyente sentía que estaba cerca de recibir una luz que le iluminara el camino que debía seguir. Todas las noches, al acostarse, le pedía a Dios que le enviara una señal sobre cómo tenía que vivir el resto de su vida.
Así anduvo por la vida, durante dos o tres semanas en un estado semi-místico buscando recibir una señal divina. Hasta que un día, paseando por un bosque, vio a un pajarito caído, tumbado, herido, que tenía una pierna medio rota. Se quedó mirándolo y de repente vio aparecer a un puma. La situación lo dejó congelado; estaba a punto de ver cómo el puma, aprovechándose de las circunstancias, se comía al pajarito de un sólo bocado.
Entonces se quedó mirando en silencio, temeroso también de que el puma, no satisfecho con el pajarito, lo atacara a él. Sorpresivamente, vio al puma acercarse al pajarito. Entonces ocurrió algo inesperado: en lugar de comérselo, el puma comenzó a lamerle las heridas.
Después se fue y volvió con unas pocas ramas humedecidas y se las acercó al pajarito con la pata para que éste pudiera beber el agua; y después se fue y trajo un poco de hierba húmeda y se la acercó para que el pajarito pudiera comer. ¡Increíble!
Al día siguiente, cuando el hombre volvió al lugar, vio que el pajarito aún estaba allí, y que el puma otra vez llegaba para alimentarlo, lamerle las heridas y darle de beber.
El hombre se dijo:
Esta es la señal que yo estaba buscando, es muy clara. “Dios se ocupa de proveerte de lo que necesites, lo único que no hay que hacer es ser ansioso y desesperado corriendo detrás de las cosas”.
Así que agarró su atadito, se puso en la puerta de su casa y se quedó ahí esperando que alguien le trajera de comer y de beber. Pasaron dos horas, tres, seis, un día, dos días, tres días… pero nadie le daba nada. Los que pasaban lo miraban y él ponía cara de pobrecito imitando al pajarito herido, pero no le daban nada. Hasta que un día pasó un señor muy sabio que había en el pueblo y el pobre hombre, que estaba muy angustiado, le dijo:
– Dios me engañó, me mandó una señal equivocada para hacerme creer que las cosas eran de una manera y eran de otra. ¿Por qué me hizo esto? Yo soy un hombre creyente… Y le contó lo que había visto en el bosque. El sabio lo escuchó y luego dijo:
– Quiero que sepas algo. Yo también soy un hombre muy creyente.
Dios no manda señales en vano. Dios te mandó esa señal para que aprendieras. El hombre le preguntó:
– ¿Por qué me abandonó? Entonces el sabio le respondió:
¿Qué haces tú, que eres un puma fuerte y listo para luchar, comparándote con el pajarito?
Tu lugar es buscar algún pajarito a quien ayudar, encontrar a alguien que no pueda valerse por sus propios medios. En otras palabras; ¡Vive para servir y no para ser servido!
Según cuentan algunos sabios, el siguiente poema, aunque considerado anónimo, lo “escribió” Dios mismo dedicándoselo a todos sus hijos que lo tratan de manipular con sus pretenciosas peticiones y condiciones.
Quiero que me oigas, sin juzgarme.
Quiero que opines, sin aconsejarme.
Quiero que confíes en mí, sin exigirme.
Quiero que me ayudes, sin intentar decidir por mí
Quiero que me cuides, sin anularme.
Quiero que me mires, sin proyectar tus cosas en mí.
Quiero que me abraces, sin asfixiarme.
Quiero que me animes, sin empujarme.
Quiero que me sostengas, sin hacerte cargo de mí.
Quiero que me protejas, sin mentiras.
Quiero que te acerques, sin invadirme.
Quiero que conozcas las cosas mías que más te disgusten,
que las aceptes y no pretendas cambiarlas.
Quiero que sepas, que hoy,
hoy podrás contar conmigo.
Sin condiciones. (El poema es anónimo)