Cualquiera que sea tu situación debes siempre aprender a esperar con paciencia. Son muchas las circunstancias que nos abruman y que nos llevan a experimentar estados de desesperación, angustia e inestabilidad. La espera pone a prueba nuestra fe como ninguna otra cosa, pero al final, confiar en Dios siempre vale la pena.
Ya sea que estemos a punto de realizar una compra o ante una emergencia; lo último que nos gustaría tener que hacer es esperar. De hecho, podemos afirmar que, en nuestros tiempos, lo normal es obtener lo que deseamos de manera inmediata. Aquello que anteriormente esperábamos durante un mes antes de recibirlo, ahora está disponible el mismo día. Aunque esto es muy conveniente, también ha impulsado un declive moral. Además, también ha producido la conclusión errónea de que siempre debemos recibir al instante lo que deseamos.
Dios no obra de acuerdo con las normas del mundo. El Salmo 27:14 nos dice: “Aguarda en Señor; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera en el Señor”. Nos da ese mandamiento, porque sabe que nos resulta difícil esperar; sobre todo si ya hemos tenido que hacerlo durante un tiempo.
“Esperar, desespera… porque esperamos”. Es verdad que una fuerza mágica suele atrapar al que espera: lo que uno está esperando no acaba de ocurrir precisamente porque se está esperando. Creo que eso nos ha pasado a todos. Dejas de esperar, te entretienes con otros asuntos, y entonces, ocurre. Lo mismo puede decirse cuando, quienes escribimos, cometemos la torpeza de esperar a que nos visite la musa, cuando lo que hay que hacer es “olvidarla para que sueñe conmigo y la despierten los celos”
Hay muchos tipos de esperas: Esperas en las que no sabes realmente qué esperas. Esperas algo, porque necesitas que algo ocurra, pero no sabes bien qué es. Esperas que algo deje de ocurrir, en vez de que algo ocurra; quieres que termine, no que empiece. Esperas con un objetivo y plazo fijos. Esperas infinitas e inciertas; no hay plazos, ni probabilidades.
Esperas a que alguien más mueva pieza, cuando en realidad, eres tú el que tiene que moverla. Es una espera por no atreverte a tomar decisiones. En rigor, no tendrías que esperar. Te empeñas en dejar abiertas las opciones porque abrigas falsas esperanzas de que algo bueno pase, que te impide tomar decisiones: “la espera se convierte en duda eterna” y, en esas, se nos va la vida.
Se dice, con razón, que “hacer esperar es privilegio de los poderosos” porque el que lo hace “celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida”. Brillante reflexión porque es cierto que, en los casos más graves, nos embriaga la angustia de que “el tiempo que percibimos lo dirige otro”.
Deberíamos tratar de recuperar esa “vocación pedagógica” que está contenida en esos momentos de calma, en los que se puede abandonar la rueda del hámster y rumiar sobre lo importante: “cambiar la maldición de la espera por la bendición de hacer una pausa”.
La consigna más recurrente es “el tiempo es oro”. Nos empujan a vivir sin tregua, a toda pastilla. Permitimos, como borregos, que nos colonicen nuestro tiempo. No es una buena idea, y lo sabemos, pero no hacemos nada. Köhler advierte que “aunque hayamos adaptado en parte nuestro equipo sensorial al tiempo acelerado (…) mejorando los motores al tiempo que reforzamos los dispositivos de frenado”, lo cierto es que buena parte de nosotros, y en especial, los sentimientos, “conservan su lentitud”.
Por eso, hay que tratar de mejorar la calidad de la espera, que no tiene necesariamente que ver con el paradigma de la productividad que recomienda usar ese tiempo para sacar pendientes. La espera puede reconvertirse en saludables “islas de lentitud” (me gusta esa forma de verlo) que se aprovechen para echar el freno, meditar o dignificar el silencio con minutos de paz e introspección.
En algunas esperas, “algo duele”. Es un monólogo, con nosotros mismos, al que no le falta cierta dramaturgia, sobre todo si es otra persona la que nos hace esperar. También “cuando pacta con la enfermedad” se hace especialmente dura. Decidir esperar es mucho mejor a que nos obliguen a hacerlo.
Hay personas muy mayores o, con depresión, que se quejan amargamente de no tener nada que les ilusione, por lo que esperar. Ese vacío debe ser terrible, y creo que ninguno de nosotros estamos a salvo de pasar por eso, así que bien vale la pena celebrar que, hoy, haya cosas que deseemos que ocurran y que sepamos que son posibles para que tenga sentido esperar por ellas, mientras intentamos provocarlas.
No comprender los beneficios de esperar a menudo genera comportamientos impulsivos: impaciencia, frustración e ira. Entender el tiempo de Dios es esencial. Proverbios 3:5–6 dice: “Confía en el Señor con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca su voluntad en todo lo que hagas, y él te mostrará cuál camino tomar”.
El tiempo de Dios es perfecto. Si tan solo se confía en él, dejar de querer controlar nuestras situaciones y creer en su infinito amor, entonces, el Señor recompensará en abundancia nuestros anhelos profundos. “Al que puede hacer muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en nosotros” (Efesios 3:20).