Diógenes de Sínope, llamado el Cínico; Sínope, vivió en 404 al 323 AC. Fue un filósofo griego. Fue el discípulo más destacado de Antístenes, fundador de la escuela cínica. Dado que no se conserva ningún escrito suyo, sólo es posible reconstruir sus ideas a través de las múltiples anécdotas que circularon sobre su figura, las cuales reflejan más un modo de vida que un discurso filosófico articulado. Llamado por Platón, «Sócrates delirante», Diógenes iba siempre descalzo, vestía una capa y vivía en un tonel, rechazando los convencionalismos, los honores y riquezas e incluso toda tentativa de conocimiento; para él, la virtud era el soberano bien. Objeto de burla y, a la vez, de respeto para los atenienses, para el estoico Epicteto fue modelo de sabiduría.
Se han contado más anécdotas y leyendas sobre la vida de Diógenes de Sínope que de cualquier otro filósofo. Considerando su peculiar forma de vida, es imposible evitar hacerse una serie de preguntas. ¿Por qué vivía en un tonel? ¿Por qué rehusaba cualquier tipo de comodidad, hasta el punto de vestir sólo una túnica o de lamer el agua de los charcos, como hacen los perros? ¿Y qué quería decir con su busco un hombre, su respuesta a todo aquel que le preguntaba por su caminar a plena luz del día por las calles de Atenas llevando un farol encendido en la mano?
Un día Diógenes estaba en una esquina riendo como loco. —¿De qué te ríes? —le preguntó un transeúnte. —¿Ves esa piedra que está en medio de la calle? Desde que llegué aquí, esta mañana, diez personas han tropezado con ella y han maldecido, pero ninguna se ha tomado la molestia de retirarla para que otros no tropiecen con ella.
No sólo las personas somos los únicos animales que podemos caer más de una vez con la misma piedra; sino que una piedra nos puede hacer caer a muchas personas y no hacer ninguna de ellas nada para cambiarlo.
Cuando nos encontramos esas piedras, que son obstáculos en nuestro camino, la conducta más común y fácil por la que optamos, en general de forma inconsciente, es la de maldecir y seguir adelante, con la prisa habitual, sin intentar cambiar nada, y sin compartir con los demás los riesgos ni los aprendizajes. Es la cultura de la queja, otro Síndrome de Diógenes.
Diógenes era un filósofo griego que solía salir a la calle y observar la conducta de las personas para desde ahí reflexionar y compartir sus aprendizajes con sus seguidores y el resto de la ciudadanía que le quería escuchar.
Un día se sentó en el cruce entre dos senderos mientras observaba el comportamiento de los transeúntes que pasaban por delante de él. Por lo visto, en medio de ese cruce había una piedra bastante grande con la que casi todos tropezaban una y otra vez. Tras varias horas de observación, Diógenes comprobó que la mayoría de los peatones actuaban de la misma forma.
El primer rasgo en común que veía es que todos ellos andaban con prisa sin ser conscientes de que había una piedra en medio del camino. La segunda observación que muchos de ellos tropezaban con ella. Y el tercer hecho observado es que todos los que tropezaban, maldecían la piedra.
En ese momento en el que Diógenes observaba a los ciudadanos apareció un discípulo que le preguntó: “Maestro, ¿Qué está haciendo? Y Diógenes contestó: “Aprendiendo. El discípulo intrigado se sentó junto a su maestro. Y ambos se quedaron en silencio.
Seguidamente un nuevo transeúnte cruzo el sendero con paso firme, se tropezó con la piedra y maldijo. Al ver de nuevo esta escena, el filósofo empezó a reírse.
¿De qué se ríe maestro?, preguntó el discípulo. ¿Del hombre que acaba de tropezar? ¿No veo ningún aprendizaje en ello, maestro?
Diógenes, sin perder la sonrisa, contestó: Me río de la condición humana querido discípulo.
¿Ves esa piedra que hay en medio de la calle? Desde que he llegado aquí esta mañana, al menos treinta personas han tropezado con ella y todos la han maldecido, pero ninguno se ha tomado la molestia de retirarla para que no tropiecen otras personas.
Acto seguido el maestro se levantó del suelo y apartó la piedra del camino.
Cuando Diógenes de Sínope murió, los atenienses le dedicaron un monumento: una columna sobre la que reposaba un animal (un perro), símbolo del regreso a la naturaleza (o, mejor, a la autenticidad de la vida) cuya necesidad el filósofo sostuvo. Su vida no fue fácil: el desprecio de los placeres, el completo dominio del propio cuerpo, la anulación de las pasiones, de las necesidades y de cualquier vínculo social estable, requieren de un gran esfuerzo, disciplina, prestancia física y de una indomable tensión moral. Diógenes poseía todas estas cualidades, así como una acusada atracción por la sátira, la paradoja y el humor. Iconoclasta, profanador, contrario a cualquier tipo de erudición e incluso de cultura, siempre prefirió expresarse mediante la acción, el comportamiento y las elecciones concretas, más que mediante textos escritos: a un discípulo de Zenón de Elea que sostenía la inexistencia del movimiento, le respondió poniéndose en pie y echándose a andar.