Esta es una historia, me temo, que os sonará familiar.
Sandra vive en West Haven, Connecticut. Hace 15 años, fue diagnosticada con artritis reumatoide, una dolorosa enfermedad inflamatoria del sistema autoinmune que afecta a las articulaciones, especialmente de manos y pies. Aunque no existe una cura completa de la enfermedad, sí tenemos a nuestra disposición tratamientos para limitar sus efectos, controlar el dolor y la rigidez que provoca, y conseguir que sus pacientes hagan vida normal.
Estos tratamientos, no obstante, son muy caros; controlar la enfermedad tiene un coste estimado más de $12,000 al año por paciente. En casos especialmente complicados que requieran fármacos antirreumáticos de última generación, el coste puede ascender a más de $36,000 anuales. El coste directo para el paciente puede ser elevado, incluso con seguro médico.
Sandra es inmigrante, y no tiene documentos. No tiene seguro médico. Y estos costes, estas facturas por visitas al médico, tratamiento, terapia y medicamentos las tiene que pagar de su propio bolsillo.
Todos sabemos el resultado. Durante 15 años, Sandra ha tenido que vivir con dolores constantes. Su enfermedad, que sería manejable si tuviera seguro, le ha obligado repetidas veces a escoger entre comprar medicación que le permitiera hacer vida normal o pagar la luz, el alquiler, o comprar comida esa semana. Ha tenido complicaciones, desarrollando otras dolencias que han complicado aún más su salud, como fibromialgia y diabetes. Y todo porque vivimos en un país donde antes de saber si alguien merece cobertura médica le preguntamos dónde ha nacido, no dónde le duele.
En Connecticut hay más de 120.000 inmigrantes sin documentos. Debido a una combinación de barreras burocráticas y legales, la inmensa mayoría de ellos no tienen acceso a seguro. No tienen derecho a Medicare, el programa federal para mayores de 65 años, ni HUSKY, el programa combinado federal y estatal para familias con pocos ingresos. Tampoco pueden acceder a Medicaid, que ofrece seguro a aquellos con minusvalías. Por no poder, ni siquiera puede contratar un seguro médico privado utilizando AccessHealth CT, el mercado regulado que permite acceder a seguros individuales, y por supuesto, no pueden tampoco recibir subvenciones o créditos fiscales para cualquiera de esos. Ni siquiera pueden contratar con facilidad seguros en el mercado abierto, ya que muchas aseguradoras no ofrecen cobertura a no-ciudadanos. Los precios, para aquellos que sí lo hacen, suelen ser prohibitivos. Sólo los seguros a través del trabajo ofrecen una opción decente, pero no todas las empresas los ofrecen, y los costes asociados son a menudo elevados.
Esto no tiene por qué ser así. Es más, los propios legisladores, aquí en Connecticut, saben que esto no debería ser así: el año pasado aprobaron, por amplia mayoría, una ley que permitía a todos los niños y niñas menores de ocho años apuntarse a HUSKY, sin que importara su estatus migratorio. El estado puede cambiar la legislación para hacer que aquellos nacidos fuera de Estados Unidos, pero sin papeles, tengan el mismo derecho a la salud que cualquier ciudadano.
Deberían hacerlo. Si algo debiéramos haber aprendido, tras dos años de pandemia, es que nuestra salud no es una cuestión individual, sino colectiva. Una enfermedad infecciosa como el COVID-19 no se molesta en comprobar tu pasaporte antes de enfermarte, y desde luego, contagia igual a todos, vengan de donde vengan. El coste de las enfermedades no-infecciosas, como la artritis reumatoide, no se limita a quienes la sufren. Si no son tratadas como deben, acaban por requerir tratamientos cada vez más complicados y caros, utilizando recursos que podrían ir a tratar otros pacientes. Y cuando un paciente no puede afrontar su coste, los hospitales acaban reclamando al estado para que les pague las facturas.
Expandir el acceso a la sanidad a inmigrantes es tanto una cuestión de justicia, de humanidad, de tratar a nuestros vecinos con el respeto que se merecen, como de una cuestión de salud pública. Es profundamente injusto dejar que alguien sufra porque nació en el lugar equivocado, y más aún si son niños. Es peligroso y disfuncional dejarles sin acceso a seguro porque no sólo no estamos ahorrando dinero, sino que esta omisión nos sale cara a todos.
La salud no sólo es un derecho. Es una necesidad.