Te despiertas en un día normal, preparas un café, enciendes la televisión para ver el noticiero matutino y te das cuenta de que algo impactante ha sucedido en el mundo; ves a la gente correr desesperadamente, mientras anuncian el brote de un nuevo virus mortal que de la noche a la mañana apareció de forma misteriosa.
Han pasado ya tres años desde que se desató la pandemia; era increíble ver en los videos a los encargados de la salud fumigando a las personas como ganado. Fue entonces que empezó un tiempo de incertidumbre para todos, mientras el caos se apoderaba de las mentes y corazones vulnerables, donde no quedaba libre ni el rico ni el pobre, ni el malo ni el bueno, ni el niño ni el anciano…, parecía que una nube negra estaba cubriendo la tierra, y había venido para quedarse.
La ansiedad y la desesperación nos invadían por completo, esperando que llegara un nuevo amanecer donde el sol naciera y nos despertáramos en contraste con aquel día, recibiendo la noticia que ya todo había desaparecido y que solo había sido una pesadilla. Sin embargo, el virus se esparció tan rápido como una maldita plaga que condenaba a los mortales a vivir bajo su sombra.
Se terminaron los abrazos y las convivencias familiares, los amigos se distanciaron y solo se volvieron reuniones virtuales, que, con el tiempo, ya nadie quería contacto físico con los demás; no hubo hogar donde no cayera un enfermo, mientras el mundo, lloraba a sus muertos.
Entonces, salió la vacuna que contrarrestaría el virus y empezó el debate entre inyectarse o no, en donde a muchos se les hacia desconfiable algo que haya salido en tan poco tiempo, pensando que, si se habían salvado del virus, morirían a través de la inyección.
Los jóvenes no entendían el sistema virtual de la enseñanza, muchos abandonaron sus estudios, los niños estaban estresados de estar encerrados en casa, y la mayoría tenía miedo de respirar hasta el aíre fresco de la playa porque se decía que el virus estaba también en el viento.
En fin, fueron muchos mitos como muchas realidades que a tantas personas los llevó a perder su trabajo, cerrar sus negocios, o caer en bancarrota; al día de hoy, se lucha por establecer el orden, parece que navegamos en aguas profundas y agitadas, empujados por los vientos violentos de las secuelas dejadas en estos años, tratando de encontrar una brújula que nos pueda guiar al puerto del reposo.
Los precios se han disparado por los cielos y tan solo escucho esas exclamaciones temerosas en repetidas ocasiones: “¡Viene una recesión!” La preocupación invade los hogares aun más que la pandemia, la ansiedad y el estrés ha llevado a muchos a caer en depresión severa. Todo se pone cada vez más caro y los sueldos no aumentan, y si eso fuera poco, el desempleo sigue creciendo.
Hemos pasado unos años caóticos, viviendo bajo las secuelas del ayer, sintiendo que la frialdad se apodera en muchos corazones, lamentándose de lo que no han podido hacer. Parece que la empatía se ha perdido y el egoísmo aumenta más que la pandemia, dejando desastres a su paso.
Es tiempo de dar un vistazo más allá de nuestros orígenes, escudriñar lo más profundo de nuestros corazones, cambiar la mente y la forma de vivir, y proyectarnos hacia el futuro, que, aunque incierto, pero hay declarar victoria desde ya; nunca olvidemos que nuestra forma de pensar determina nuestros caminos.
Los grandes guerreros no han sido elegidos, tampoco han nacido desde la cobardía; no es que no han tenido miedo, pero han sido personas determinadas, que, a pesar de sus temores, han seguido adelante y han luchado hasta obtener la victoria.
Hay que tener presente que no nos determina esta dura temporada que hemos vivido, aun si las puertas en el presente parecen cerradas, que por más que se tocan, no se abren. Nada de eso tiene más poder que el que nosotros le demos. Hay que cambiar los pensamientos negativos y afirmar cada uno de nuestros pasos, permitir que la Luz de un nuevo día ilumine nuestros pensamientos, sacar lo mejor de cada momento vivido, por difíciles que estos parezcan.
Cada situación es mejor verla de forma positiva, aun nuestros propios errores que nos hacen madurar y ser mejores. Debemos ser persistentes y retornar lo que hemos dejado inconcluso, tomar con firmeza la espada de la perseverancia, teniendo nuestras convicciones claras de quienes somos y hacia donde vamos.
Hay que colocar un ladrillo a la vez y seguir construyendo la torre del éxito; ni nuestra vida personal ni nuestra familia se derrumbará si nunca dejamos de construir. Hay que sacar fuerzas de lo profundo de nuestro ser, que al final del camino, llegaremos a la meta y forjaremos grandes torres, donde sostendremos el estandarte de la victoria.