Los progresistas en Estados Unidos en general, y el partido demócrata en particular, llevan varios años muy, muy preocupados de que están perdiendo el apoyo de amplios segmentos de las clases trabajadoras. Aunque la tendencia es relativamente antigua, con las primeras “fugas” significativas de votos en los años ochenta (los “Reagan Democrats”) el partido no empezó a preocuparse de veras sobre este cambio hasta el 2016, cuando Trump fue elegido presidente.
Desde entonces, hemos tenido todo un genio periodístico dedicado al psicoanálisis de la clase obrera (blanca y anglo, porque la mayoría de la prensa no sabe hablar de otra cosa) en Estados Unidos, y sobre por qué están tan enfadados con el mundo. Invariablemente, mucho columnista moderado acaba por echar la culpa de todo a la izquierda, invocando algo de los valores woke en el proceso. Si dejáramos de exigir los mismos derechos para todos, sin que importe la orientación sexual, país de origen o color de piel, la clase obrera (blanca y anglo) se tranquilizaría y todo iría mejor.
Dejando de lado el hecho de que no, no vamos a renunciar a defender los derechos de todos porque eso es precisamente en lo que consiste ser de izquierdas, esta teoría es más fruto de un prejuicio que de otra cosa. La clase obrera (blanca y anglo) no son un montón de patanes intolerantes, sino que comparten algo con todos los trabajadores: quieren que les traten con respeto.
Y esto es, precisamente, lo que no estamos haciendo, ni en Connecticut ni en Estados Unidos.
Durante mucho, mucho tiempo, la promesa implícita de Estados Unidos a sus trabajadores era la promesa de la clase media: un buen empleo era a la vez el camino y la garantía para tener ingresos estables, una vida tranquila y la oportunidad de prosperar. Este era un país, decían, que respetaba el trabajo y el esfuerzo.
El problema es que, para muchos, la asociación entre trabajo y estabilidad dejó de existir hace tiempo. Más de un cuarto millón de trabajadores en Connecticut y sus familias están en empleos que no tienen horarios fijos. Sus turnos de trabajo varían de una semana a otra, incluso de un día para otro. Muchos ni siquiera saben cuántas horas van a tener asignadas la semana siguiente, ni cuándo les van a llamar. Su trabajo no les da estabilidad, sino una ansiedad perpetua, constante, de no saber cuánto dinero vas a ganar, qué facturas puedes pagar, quién cuidará de los niños, o cómo irán o volverán del trabajo.
No es que los trabajadores (blancos y morenos, anglos y latinos – todos) estén enfadados con el mundo. Es que están muertos de miedo sobre cómo van a llegar a fin de mes, cargados de nervios porque su rutina cambia tres veces por semana según los caprichos de su jefe, y hartos, hartos, hartos de que en vez de que alguien les pregunte por qué están tan enfadados, les llamen racistas, o intolerantes, o que no se preocupan por los derechos de otros, en vez de intentar arreglar sus problemas.
Y esos problemas son, francamente, bien fáciles de entender: quieren que les respeten, y dejen de tratarles como mercancía.
Sobre la solución a este problema, una ley sobre horarios justos (Fair Workweek) he hablado otras veces en esta columna. Dar estabilidad a estos trabajadores no es complicado; podemos exigir que las empresas simplemente les digan con antelación cuándo les toca trabajar. Se ha hecho en otros lugares (Nueva York, Seattle, Chicago…) y ha funcionado bien.
Lo que creo que hace falta insistir, porque hay veces que es necesario repetir lo obvio, es que esta clase de leyes son buenas políticamente, por el simple hecho de que responden de forma directa a las necesidades de los trabajadores. Hemos aceptado durante demasiado tiempo que las empresas puedan maltratar abiertamente a sus empleados, sin valorar el impacto sobre sus vidas. Decir “basta” y exigir que los traten con respeto y les den la oportunidad de mirar a un horizonte temporal que va más allá de los próximos siete días es lo mínimo que les debemos ofrecer.
Tener un trabajo estable, una vida predecible y sin sobresaltos constantes no puede ni debe ser un privilegio.